Cómo recuerdo a Leví-Tzu

Impresiones sobre la obra «El Bien absoluto: Breviario sobrenatural«, de Cicuta Teatro
 
El Profesor Leví-Tzu con algunos amigos.

No veo al profesor desde octubre de 1956. Yo supe de él por la radio, de la que he sido devota todas las mañanas desde niña. Tenía un programa en La voz amiga donde respondía las cartas enviadas por sus simpatizantes, en mayoría mujeres con ansiedad de encontrar el amor o, de ser el caso, amarrarlo, con quienes era demasiado cruel: nos achacaba la culpa de todo lo malo que sucedía en nuestras tierras y, de no acatar su voluntad en cuanto a lo que él creía que debería ser nuestro comportamiento, nos amenazaba con azuzarnos la justicia divina como un perro despiadado. Aun así, me inscribí en el curso intensivo de parapsicología y magia blanca que abrió en Pereira, Los secretos del anzuelo del amor, siete meses antes de desaparecer, la verdad, sólo porque me mataba la curiosidad.

 Éramos pocos asistentes la primera vez. El lugar era pequeño y parecía envejecido −en Pereira, ciudad que apenas conocía, todo me pareció envejecido, cuchicheante, como si allí la vida sucediera a través de un cinematógrafo en que una inconstante lluvia de luz impidiera ver los mejores momentos con claridad, como si la gente desconfiara hasta de sí misma y esperara su solitario final en cualquier calle−. El profe Leví, apenas apareció, se conectó con nosotros, no sé cómo decirlo. Era un experto en su oficio, capaz de poner a los asistentes al borde del llanto o de la risa, del miedo o del dolor, así que me inscribí a todos los cursos siguientes, hasta el último, creo, hoy es ya todo distinto.

A pesar de oír repetir y repetir el discurso de Leví-Tzu, siempre encontraba algo nuevo en él, en sus expresiones y, mientras los demás se concentraban en profundidad, yo tomaba nota de su paso súbito de la seguridad a la incertidumbre, de la explosión de lucidez al silencio más desconcertante. Algo le pasaba, algo le había pasado, o sabía qué estaba a punto de pasar en la ciudad y no podía ocultarlo, uno lo adivinaba, al menos yo lo adivinaba, filtrado en sus palabras, en sus gestos, la sombra de otro hombre sobrepuesta a la suya hablando la lengua muerta de la preocupación.

Con el transcurso de las sesiones fueron asistiendo diversas personas, unas más constantes, como Laureanista Trismegisto o mi comadre Doralba Mejía, quien hasta pensó poner su propio consultorio en la Galería de Santa Rosa para compartir su experiencia; otras más pasajeras, como el cura González, de Santander, y muchas más que no viene al caso nombrar aquí. Han pasado pocos años, como decía, desde que no veo al profesor. Cerró su programa de radio y canceló su curso sin avisar. Cuando volvíamos a una clase más detrás de la recién fundada Capilla de San José, supimos que la casa había sido alquilada por personas venidas de Tuluá que no supieron decirnos a dónde había ido el profesor. Hoy lo recuerdo como una persona iluminada, esa es la palabra que lo define, como un ser en que no cabía la equivocación, aunque su partida apresurada me ponga un poco en entredicho. Sé que donde esté tendrá sus seguidores a quienes impartirá aún su conocimiento. Estas tierras no lo merecían, estas tierras donde lidio cada día con los hijos de sus detractores, este campo que no lo verá regresar, y que lo olvida.

Amparo Duque.

Profesora de la Escuela Rancho Negro.

Villamaría (Caldas) – Marzo de 1963

Albeiro Montoya Guiral

Autor de los libros «Una vida en una noche», «Celebraciones» y «El aprendiz de tahúr». En Twitter: @amguiral.

7 comentarios sobre “Cómo recuerdo a Leví-Tzu

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