
En el transcurso de su viaje en tren hacia Estocolmo, Ruth se pregunta por su vida y le responde la noche. Se pregunta por qué es tan disoluta, por qué “le han matado algo dentro”. Piensa en Raoul, a quien ha visto en compañía de su esposa antes de embarcarse en el mismo viaje que ella está a punto de terminar, y lo maldice. No habría querido ser su amante si supiera el vacío que él le iba a sembrar en las entrañas, militar que alardea una integridad que no tiene.
Quince minutos sin fumar es un tiempo insoportable. Bertil, su esposo, duerme, o finge dormir. Sueña que la asesina con un botellazo, como quien se deshiciera de un ruido molesto, o de un despertador impertinente. El humo le evoca el pasado. Le duele la rodilla como cuando la directora del Ballet donde daba sus primeros pasos le lastimaba el alma con estiramientos de frustración. Recuerda a su protectora, Vagnora, y al ver los cadáveres de edificios que dejó en Alemania la II Guerra Mundial, imagina que su amiga se encuentra semienterrada también en el cementerio que es el paisaje visto a través de la ventana del vagón. No sabe que Vagnora, simultáneamente, en Basel, está departiendo con Viola, la amante de su esposo que, histérica y decepcionada del psicoanálisis y la muerte, terminará acabando su sufrimiento en la bahía. Apenas, con qué sutileza, se verá la ondulación del agua profanada y piadosa. No sabe que su Vagnora, quien la defendía antaño, ya no quiere verla jamás y ha preferido la soledad y el gramófono: una canción que habla de la tibieza de un cuerpo de mujer, perdida ya en la sed de su espíritu en caos.
¿Cuál es el destino de nuestro vagón si los hijos del hambre mendigan las sobras de lo que no tenemos desde la oscuridad? ¿Cuál es el fin de nuestra historia si no hay un colectivo que atar? Los fragmentos de lo que fuimos se hallan desperdigados por el suelo frío de nuestra memoria, y no habrá hombre o mujer que sean capaces de atarlos, de re- construirlos sin cicatrices como añicos de un cristal molido a palos por la desesperación. La música emerge como como una flor siniestra desde el barro de la ausencia; un pequeño bailarín remeda un funámbulo atado al sonido, y encendemos un cigarrillo, y como éste otro y otro, y nos servimos “una copa de oporto para los pensamientos tristes…”
Si, como Phillip K. Dick afirma, “un relato corto puede tratar de un crimen; una novela trata del criminal”, Ingmar Bergman, en esa medida, es un novelista del cinematógrafo. Su prosa visual está entredicha, el pasado de los personajes se conecta con frases minuciosamente trabajadas y puestas en contraste con las líneas más prosaicas del filme, como un milagro, a la manera de Hemingway en Los Asesinos, por ejemplo. Los datos escondidos nos convierten en espectadores-detective, perseguidores de la sutileza; la simultaneidad de historias relatos dentro de relatos, monstruos que se devoran a sí mismos en pro de la conformación de un todo.
Asimismo, Bergman está permeado de existencialismo en La Sed. No es posible desligar las inminentes imágenes de Alemania que, en este caso, representa a toda Europa, devastada y fantasmal, a causa de la recién terminada II Guerra Mundial – la situación de la historia es 1946-, de los pensamientos de Ruth, por ejemplo, inquieta y nerviosa, o de Bertil, consciente de ser, apenas, un sustituto. Quizá, de ese modo, todos los personajes tienen un gran vacío, una sed espiritual insaciable y, por lo mismo, el paisaje derrotado del camino se solidarice con su psicología, con sus sueños y, lo peor, con el desencanto de un presente y la desesperanza de un futuro. La postguerra está fuera tanto como dentro de los personajes; la postguerra es un personaje más, sino el principal.
Esta película, si no deja su huella como las mejores de Bergman, sí se consagra como una pieza fundamental en el camino al éxito de un director que, con el paso del tiempo y con la base de una observación meticulosa de la realidad, iba a dejar una leyenda en la historia del cine, e iba a estar a la altura de las mejores realizadores. Son muchas las preguntas que nos podremos hacer sobre La Sed. Son muchas las respuestas a nuestra propia existencia que están, sino fraguadas, sí degradadas en una película como ésta.