«Muchos de los suicidas más recordados han dejado toda una suerte de curiosidades como las que hemos visto, cartas, instrucciones o libros abiertos en una página cómplice en sus mesas de noche pero, quizá…»

No sé de qué manera ustedes estén planeando su suicidio. Sólo recuerden innovar y tener en cuenta la vasta antología de suicidas que tiene la literatura. En Colombia, por ejemplo, un país donde quienquiera puede postularse al premio de mártir, o recibirlo sin estar participando, resalta el caso de José Asunción Silva, nuestro joven Werther, de quien hay un sinfín de versiones en torno a su muerte, entre estas la de haberle pedido a su médico de cabecera que le marcara en el pecho la localización exacta del corazón para dispararse, aquella madrugada de mayo de 1886, sin lugar al error. Tampoco podríamos olvidar a Carlos Héctor Trejos, el poeta riosuceño cuyo fantasma tanto ha recorrido mi palabra. La segunda semana de septiembre de 1999 empieza un tratamiento odontológico que su destino interrumpiría sin esperar que terminara de madurarse su mejor sonrisa.
De la misma manera, hemos tenido autores que se han suicidado para no seguir mancillando las páginas de nuestra literatura, o para agregar el último detalle ridículo a sus biografías, como Andrés Caicedo. O suicidas que se han muerto de viejos, no por falta de avidez sino de sentido práctico, como Emigdio Alcázar, el autor de Región del odio que, en 1986, mandó un poema testamentario repartido en cartas a sus cinco amigos más cercanos, donde les daba a entender hasta la saciedad que su cuerpo, cuando estuvieran leyendo aquello, sería inencontrable. Las cartas llegaron en el tiempo previsto, una hora después del acaecimiento, sus destinatarios lamentaron el hecho e, inclusive, pensaron crear una fundación cultural en su nombre con la finalidad de reunir dinero para publicar su obra completa, y para crear y mantener un premio en su memoria. Días después, recibió una carta cada uno que no venía del más allá, sino de Zaragoza, España, donde pedía disculpas por el mal trago y explicaba cómo le había sido entregado un nuevo cargo burocrático que ahora le tenía de amigo de la vida. “Prometo que uno de mis dos próximos intentos de suicidio tendrán que salirme bien”, agregaba.
Pero no todo es tan patético. Al salir de nuestra república de palomas, desde luego, nos encontramos con la despedida de André Gorz, filósofo francés, y su esposa Dorine. Ambos sobrepasaban los ochenta años cuando decidieron suicidarse juntos para no tener que estar en el funeral del ser amado, no sin antes escribir al costado de su lecho las siguientes palabras dirigidas a la alcaldesa de Vosnon, el pequeño pueblo donde residían: “Querida amiga, siempre supimos que queríamos terminar nuestras vidas juntos. Perdona la ingrata tarea que te hemos dejado”. Esto se ve propio de un romanticismo rezagado, sin embargo, quien se encuentra leyendo estas palabras, evidentemente, nunca ha tenido la irrepetible certeza de matarse; quizá, sí, ha imaginado a Sylvia Plath en el momento de partir y habrá encontrado en ello la poesía, pero no, como ella, sería capaz de preparar el desayuno para sus hijos, pan, mantequilla, leche, volver a la cocina donde acaba de prepararlo, cerrar la puerta, tapar los resquicios con toallas, meter la cabeza al horno, abrir el gas y, como si faltara más, coincidir con sus propios versos:
La mujer alcanzó la perfección.
Su cuerpo
muerto tiene la sonrisa de la consumación,
la ilusión de una fatalidad griega
fluye en los pliegues de su toga,
sus pies
descalzos parecen decir:
hasta aquí llegamos, se acabó.
Cada niño muerto, serpiente blanca,
cada ínfimo
cántaro de leche, ahora vacío.
Ella los atrajo
de nuevo para su cuerpo como pétalos
de una rosa que se cierra cuando el jardín
se petrifica y las fragancias sangran
en las gargantas dulces, profundas, de la flor nocturna.
La luna no tiene por qué estar triste
mientras observa desde su cofia ósea.
Está habituada a este tipo de cosas.
Sus lutos crujen y se arrastran. [1]
Muchos de los suicidas más recordados han dejado toda una suerte de curiosidades como las que hemos visto, cartas, instrucciones o libros abiertos en una página cómplice en sus mesas de noche pero, quizá, una de las más bellas y célebres maneras de despedirse es la de Jean-Joseph Rabearivelo, poeta malgache nacido en Tananarivo no se sabe a ciencia cierta si en 1901 o 1903, y muerto el 22 de junio de 1937. El siguiente poema[2], última página de Cuadernos Azules (su diario inédito) demoró en escribirse 63 minutos:
A las 14 horas menos 9 minutos de mi reloj, tomo 14 píldoras de 0 gramos 25 miligramos de quinina, para tener la cabeza bien pesada y aturdida. Y un poco de agua, para tragármelas.
A la edad de Guérin, a la edad de Deubel,
un poco más viejo que tú, Rimbaud anti-nada,
dado que esta vida se nos muestra demasiado rebelde
y que la abeja ha agotado todo polen posible,
no queda nada por disputar, nada que aguardar,
(salvo), tendido sobre la arena o la piedra, bajo la yerba,
echar una mirada tierna
sobre todo aquello que algún día formará gavillas.
¡Una mirada tierna! Ternura de la ausencia,
en la Nada, la Nada en la que no creo lo suficiente.
Pero ¿qué presencia más pura puede haber
que la de estar rendido a ti, oh dulce Madre, oh Tierra?
Todos nos reencontraremos en tu soledad
poblada y desierta como el océano.
Y cada vez que aquí arriba sople el viento del sur
los de abajo charlaremos de los supervivientes.
Qué raíces de flores vendrán entonces a bebernos
para calmar bajo el sol semejante sed de frutos.
Los girasoles del atardecer se inclinarán sobre nosotros
y el Murmullo vendrá a enterarse de nuestros secretos.
El Murmullo, el Murmullo humano− ¡vanos rumores de conchas
para los marinos adormecidos por el sueño de la tierra!
El Murmullo, el Murmullo humano, idéntico siempre a través
de los tiempos
y que sólo en la morada de los muertos se libra de unas
cuantas de vuestras miserias.
Pero ya siento el olor del polvo
y de las yerbas; ya escucho la llamada de mi hija;
¡ah! por poco que el olvido haya silueteado vuestros ojos de tierra
¡acordaos alguna vez de nosotros, tranquilos en nuestras grutas!
Pero no lo hagáis para verter lágrimas
junto a nuestras puertas cerradas por el silencio,
sino para pensar que, un día, no habrá nada extraordinario
en ser guiados por nosotros en el fin inmenso.
(…)
A las 14 horas 37 minutos de mi reloj.
La quinina comienza a hacer efecto; en un poco de agua con azúcar, voy a tomarme más de 10 gramos de cianuro potásico.
(…)
−Beso el álbum familiar. Envío un beso a los libros de Baudelaire que tengo en la otra habitación.
−15 horas 12 minutos. Voy a beberme esto− ya está. Mary, hijos, mis pensamientos, mis últimos pensamientos, son para vosotros.
Ingiero un poco de azúcar. Me ahogo. Voy a tumbarme.
Nunca le he cantado al suicidio, me ha parecido algo tan personal e íntimo diría yo. Más que el onanismo o ir al baño, que también es algo que se realiza a solas, generalmente. No obstante todas las reglas tienen excepciones, y aquella noche, ya muy atrás y muy caleña y muy caliente, me vino a visitar en la noctámbula azotea enquistada de cruces donde el humo azul que prendía los días y las noches ascendía como el ocio de una realidad alucinada de largos oleajes donde cantaba paraselene.
-Llevo muchas noches viniendo sin llegar-
Pude oir la voz súbita de ascuas en el instante desvanecido y centelleante esfumándose del tabaco y el papel mientras aspiraba los últimos efluvios de oscuridad que susurraron una vez más:
-Haz como yo, así como a veces yo me hago vida.-
Sobre éste, el más digno de los temas, vale la pena hablar en dos lugares sacros: La Casa de José Asunción Silva, en La Candelaria, y en su tumba, compartida con su hermana Elvira, en el Cementerio Central de Bogotá. Es bellísima.