«Correspondía a Ellroy encarnar en un mundo aparentemente desesperado, entregado al racismo, a la corrupción, a la perversión (la pedofilia, en particular, como transgresión radical y ultraje inferido a la niñez es un tema repetido en Ellroy), a la descomposición de todas las figuras de la ley, ese tema obstinado de la redención, despojado de su connotación religiosa, pero significando la consistencia de un destino a la vez solitario (todos los héroes de Ellroy son solitarios hasta volverse locos) y ejemplar.»

Pensar hoy en el mal supone tener en cuenta cinco discursos que se exponen principalmente para afrontar su insistencia: la política, el psicoanálisis, la filosofía, el cine y la literatura. Se afirma que la política, como fuerza de verdad, concibe las tres formas del mal que son la barbarie colectiva, la criminalidad extrema y la delincuencia, y que lo hace partiendo, por un lado, de la trascendencia de la ley (que nombra al sujeto del crimen como sujeto destinado a la redención: “axioma de Dimitri Karamasov” enunciado en la novela de Dostoievski: Crimen y Castigo) y, por otro lado, partiendo de la afirmación rebelde del “sujeto soberano” que trasciende todo orden social y toda legalidad instituida. Se recuerda asimismo que el discurso aborda la dimensión del mal puesta bajo los auspicios de la pulsión de muerte y de la “Cosa”, y propone una ética de la sublimación que procura responder a la crisis de las formas modernas de la subjetivación.
El cine y la literatura son las imágenes y palabras irreemplazables que se interrogan sobre el enigma del mal en la intersección del lazo social y de los dramas singulares de la subjetividad y la literatura y el cine revelan los atolladeros del sujeto ateo y del nihilismo al proponer un sujeto heroico del enfrentamiento en el momento de angustia y de redención.
James Ellroy (nacido el 4 de marzo de 1948 en Los Ángeles, California) con La dalia negra introduce el término de “seriel killers” en una época en donde estos asesinos permanecían en acontecimientos de pretorio. Pero ya, su gusto por la desesperanza horrorificada dejaba entender lo peor y lo mejor. Más de diez novelas y una reputación de la cual no se puede escapar. Ellroy es un explorador del mal y cada una de sus exploraciones es tan densa, tan obsesiva que acaba por parecerse a un descenso a los infiernos.
James Ellroy no es todavía suficientemente conocido, pero lo será cada vez más; su genio singular se reveló en Francia especialmente después de la traducción de La dalia negra, ficción jadeante y fúnebre tejida alrededor de una auténtico hecho policial; en junio de 1947 se descubrió en un terreno de Los Ángeles el cuerpo mutilado y cortado en dos de una muchacha de 22 años, llamada Elizabeth Short. Ya aquí, Ellroy se revelaba lo que es en efecto en primer lugar: el escritor por excelencia del horror y de la “Cosa” (pulsión de muerte, caos). Pero debemos situar su obra en relación con una tendencia fuertemente afirmada. Cuando nuestras sociedades no logran significar el mal ni ritualizarlo, inevitablemente retornan las figuras irracionales de lo diabólico, desprovistas ahora de esa palabra cristiana que permitía mantenerlas a distancias y situarlas dentro de un conjunto significante; el cine estadounidense rebosa evidentemente de tales figuras y se complace poniendo en escena de manera repetida las representaciones conexas de la violencia extrema y de la perversión sexual, combinadas a menudo en el personaje ya casi mítico del «serial killer», del asesino en serie, como símbolo de una inhumanidad radical.

Este fenómeno se presta a lo peor, pues sabemos como un psicoanálisis puede encontrar en él los recursos de algo fantástico y complaciente y también conocemos la persistencia, en el universo imaginario estadounidense contemporáneo, de un “satanismo” que combina la perversidad sexual con la irracionalidad mística de las sectas.
¿Es la obra de James Ellroy cómplice de ese satanismo y contribuye a su vez a diabolizar la dimensión del mal? No, porque esa obra es literatura y porque el espacio de la ficción es lo que permite al novelista tejer juntos los hilos por lo demás dispersos de la criminalidad como realidad social, de la corrupción y del hampa, del cine como industria de producción de imágenes, de la “Cosa” engendradora de angustia y de la perversión sexual como fondo latente de la comunidad. Un novelista es aquel que ante todo piensa en la medida en que describe el proceso de una realidad social e históricamente determinada; al elegir como marco general de su obra la realidad social y mental de una gran ciudad estadounidense (Los Ángeles) entre las décadas de 1940 y de 1950, Ellroy se ofreció la posibilidad de discernir en esa realidad social el juego omnipresente del mal como desunión colectiva, ya se trate de la obsesión racial, ya se trate de esa corrupción endémica que hace que se entrecrucen el hampa organizado, la clase política y una policía compuesta en su mayor parte por lo menos de criminales peligrosos hinchados de anfetaminas. Esa obra sombría es en primer lugar un reportaje minuciosamente implacable que no se contenta con describir en los términos de una indagación histórica fiel, sino que analiza mecanismos e implica por eso una lección política importante. Si toda la sociedad está gangrenada por la violencia y por el dinero, la policía y el Estado también lo están, y lo mismo cabe decir del “medio” que no es el reverso trasgresor y más o menos fascinante del orden (tema demasiado repetido) sino que es una parte esencial del cuerpo social, una sociedad dentro de la sociedad y un Estado dentro del Estado.
Lejos de las mitologías de la “transgresión” que son siempre un poco irracionales e indiscretas, esas magníficas novelas (A causa de la noche, Réquiem por Brown, La colina de los suicidas, Jazz blanco, El gran desierto, América, Seis de los grandes, Ola de crímenes, Los Ángeles confidencial, Sangre vagabunda y A la caza de la mujer) nos hacen pensar en un caso históricamente determinado del mal como desunión y criminalidad alojadas en el corazón mismo de la sociedad y del estado.
Pero el punto central de esta literatura está en otra parte: en la figura del asesino “loco”, en la que convergen los dos temas, el de la subjetividad criminal y el del horror sexual. ¿Qué es lo que nos impide dar en una diabolización tentadora y en definitiva fácil? Tres rasgos que constituyen la fuerza de este universo novelístico: la sutil construcción polifónica del relato alrededor del momento de horror, el cuestionamiento retrospectivo de la paternidad pervertida (origen del desorden del mundo y de los estragos psíquicos) y la elección de un punto de vista central, de un itinerario subjetivo heroico que, como en las grandes novelas de ayer (las de Joseph Conrad, por ejemplo), supone pasar por la prueba de enfrentar el momento de angustia para tener acceso a la luz posible de la redención.

James Ellroy no cree en el diablo, pero describe las inmediaciones de la “Cosa” y despliega la polifonía barroca, a veces increíblemente compleja, del estilo sobre la base de un sol negro o de un corazón tenebroso que es la región de la maldad radical (región ocupada por el monstruoso capitán Dudley Smith o por el asesino invisible que se revela poco a poco como la causa ausente del relato). Estas novelas construidas como pesadillas giran todas, en efecto, alrededor de un momento de horror mudo que es el centro de expansión del mal: el cuerpo atormentado de la novela La dalia negra es el punto de atracción fúnebre alrededor del cual gira todo un universo de perversiones que se manifiesta poco a poco, el asesino loco de A causa de la noche resume en la condensación de sus actos delirantes toda una red de significantes, el homicida de Los Ángeles al desnudo concentra en él los múltiples hilos de un horror por lo demás disperso (la paidofilia, los asesinatos de niños, los dibujos animados pornográficos, las drogas), por fin Jazz blanco lleva al colmo el barroco de la construcción novelística al relacionar mediante un hilo al principio invisible a un voyeur, a una muchacha que se exhibe desnuda en la ventana, a unos perros con los ojos arrancados a los que se les ha cortado el cuello, a una familia armenia de dudosas costumbres. ¿Imaginación enfermiza puesta al servicio de un satanismo que es la última palabra? No.
Si la fascinación por el horror debe superarse (aun cuando está fortalecida e instrumentada por la “sociedad del espectáculo”) debe serlo, en primer término, porque conduce a la reconstitución paciente de la perversión paterna, causa velada de todo desastre. En efecto, este mundo está menos amenazado de dislocación por la ausencia del padre (lugar común contemporáneo en el caso de la sociedad estadounidense) que por su aparición perversa. Esto es lo que cabe decir del policía sádico y de su hijo en A Causa de la noche. También es lo que debe decirse de Doc Harris de Clandestino, padre asesino, provocador sádico de abortos y proveedor de drogas.
Pero el mal no tiene la última palabra, tampoco la tiene el indestructible Dudley Smith, que deja detrás de sí los cadáveres de sus muchachos muy amados: esa última palabra, fuera del momento de horror, como en Dostoievski, como en Conrad, es la redención. En suma, sólo afrontando la figura del mal extremo un hombre se pierde o se realiza como sujeto: Cuando la madeja hubo terminado de devanarse en 1955, comprendí que el deseo consentido de moverme en compañía, de ser una parte activa de esas decenas de existencias que sus fuerzas de entrenamiento demoníaco habían conducido en un tránsito clandestino, y allí estaban las maravillas, así como mi redención última (Clandestino). Esta es la lección que debemos oír en medio de este crepúsculo que desciende sobre las megalópolis modernas atormentadas por el crimen, la corrupción y la locura.

¿Irrupción de la tragedia griega en la novela policial como lo había sugerido André Malraux al referirse a Santuario de Faulkner? No del todo, el héroe de la tragedia griega era un héroe sin reconciliación, en tanto que el drama cristiano se concibe atendiendo a la salvación; ahora bien, somos los herederos de esa palabra cristiana, y la literatura contemporánea es también su heredera. Correspondía a Ellroy encarnar en un mundo aparentemente desesperado, entregado al racismo, a la corrupción, a la perversión (la pedofilia, en particular, como trasgresión radical y ultraje inferido a la niñez es un tema repetido en Ellroy), a la descomposición de todas las figuras de la ley, ese tema obstinado de la redención, despojado de su connotación religiosa, pero significando la consistencia de un destino a la vez solitario (todos los héroes de Ellroy son solitarios hasta volverse locos) y ejemplar.
Frente a Dudley Smith, encarnación de la ley pervertida, frente al asesino loco como encarnación moderna de la “Cosa”, el héroe de Ellroy, al principio un looser, un perdedor, dispuesto a cometer casi todos los crímenes, es un héroe trágico que llega al fondo del abismo, pero que en determinado momento (Mal Considine, Jack Vincennes, Bud White, Dave Klein) tiene la reacción que lo hace volver a la superficie y lanzarse a sí mismo el desafío de su renacimiento como sujeto, en el proyecto de una “cruzada” que es al mismo tiempo una travesía iniciática.
Redención por el amor, lejos de todo sentimentalismo y de toda idealización (Ellroy es un magnífico retratista de las mujeres), redención por el coraje, redención también por el arte y especialmente por la música. Algunos de estos personajes componen poemas, otros, que son más numerosos, son ante todo sensibles a la música como signo de la posible salvación fuera del mal en la trasfiguración sublime. La música sería tal vez la salvación para el asesino de Ninguna parte si la brecha psíquica no fuera imposible de llenar: el pasaje terminaba con una gama de notas en descrescendo antes de una ausencia total de sonidos…, que resonaba más fuerte en los oídos de Coleman que todos los ruidos que pudiera producir. Quería la música es la salvación para el héroe de Réquiem por Brown y también lo es en el título de Jazz blanco, como si el jazz debiera encarnar la ambivalencia misma del sujeto enfrentado a la inminencia del horror, a la omnipotencia de la corrupción, y por fin, a la posibilidad de una redención que supone el momento trágico, puesto que enfrenta al sujeto desnudo con su deseo extremo.
Fuerza de vida sin duda, fuerza de un heroísmo capaz de oponer a la noche su propia luz, don que el escritor hace a su lector, invitado a su vez a recorrer el laberinto del mal para inventar allí las formas singulares de resistirlo y las de su dignidad recuperada: Pensé en Walker, el Chiflado, y en las maravillas, en el territorio de los muertos y en Dudley Smith, el loco, en ese pobre Larry Brubaker, en los huérfanos y en las contingencias morales del corazón inviolado que había sido antes el mío. Luego pensé en la redención, subí al automóvil y tomé la carretera para regresar a Los Ángeles.
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