No me gusta hacer cine, en absoluto, sus compensaciones no valen la pena. Es un trabajo amargo, además de un arte impuro que depende sólo de trucos.
Alberto Moravia
Las relaciones del cine con las demás artes y del cineasta con otros artistas han sido particularmente accidentadas. Del mismo modo, la cinematografía no siempre ha llevado con obviedad y armonía la fusión entre estética y técnica, capital y talento. Esa doble facultad de comportarse a la manera de una inversión industrial cualquiera y a la vez entrañar un arte, inclina a los más escépticos a guardar recelos sobre la legitimidad de las síntesis propuestas por el filme, y ha promovido controversias que están lejos de conciliarse.
Desde siempre, el primer problema en las relaciones entre cine y literatura es la costumbre de abordar el asunto como problema. Algunos de los tempranos teóricos del cine fueron antes escritores o periodistas y este antecedente se tradujo en un rechazo abierto o reservas hacia la influencia literaria en el filme; otros, sin necesidad de cargar con los mismos antecedentes, coincidieron con los primeros. Las discusiones más generalizadas recalcaban el papel de la literatura como expresión cultural desactualizada, los efectos nocivos del argumento, o simplemente protestaron contra la convergencia de ambas artes; no faltaron quienes, limitando la influencia literaria, encontraron en el cine una nueva escritura, resaltaron los recursos poéticos de la imagen fílmica y su similitud con el sueño.
El nombre de Alberto Moravia se encuentra vinculado al cine de una doble manera: como crítico cinematográfico en el periódico ‘L’Espresso’, soy crítico cinematográfico, y pienso que la crítica es la única actividad digna de un poeta, de un escritor, y como novelista, cuya obra sirvió de base para la realización de una serie de películas marcadas todas con la impronta de un fuerte contenido realista.
Por eso no es raro encontrar esta opinión de Alberto Moravia, cuando dice: El cine es un ejercicio rico en metáforas, dice una cosa y significa muchas otras, tiene relaciones con la cultura muy extrañas y profundas, mucho más profundas que el teatro, por ejemplo. En la práctica, ‘ver’ una película significa atravesar la selva de las analogías y de las metáforas que la componen.
La muerte, el suicidio, la desesperación, el aburrimiento, el fascismo, los conflictos histórico-políticos, el erotismo, la política, el amor, el tedio, los celos, la melancolía, el psicoanálisis, tomados como la manera más transparente de comunicación en una pareja, son los temas de su extensa obra literaria y que fielmente se pueden apreciar bajo una representación visual y sonora que constituye el cine.
Alberto Moravia, su verdadero nombre fue Alberto Pincherle y es al comienzo de su actividad en la revista ‘Novecento’ cuando adopta el seudónimo. A los 22 años publica su primera novela, escribe a los 29, ‘Los indiferentes’, siendo adaptada al cine por Mauro Bolognini en 1962 y para la televisión italiana por Francesco Masselli. A través de una prosa fría, y también de una atmósfera opaca, casi distanciada, mezclada de una sensualidad natural, desfilan los intérpretes de la vida cotidiana, encarnados por la joven Claudia Cardinale, Thomas Millian, Paulette Godard, Rod Steiger y Shelley Winters, quienes conforman una galería de personajes menores pero intensos y que deambulan por un ambiente burgués, corrupto y en crisis centrado en la relación constante entre la madre y el hijo o hija, bajo una lectura psicoanalítica y un realismo único.
En ese mismo año, 1962, Mauro Bolognini realiza Agostino y el guión es escrito por el propio novelista. Tras el hundimiento del régimen de Mussolini, Moravia entra en una nueva fase de creación, igualmente caracterizada por su verismo, por la penetración de sus análisis psicológicos, por la sequedad deliberada de su estilo y por una temática que recoge desde la indiferencia y la desgana moral de la burguesía italiana hasta el tema del aislamiento y de la alienación social en las múltiples formas en que se produce. Agostino es la historia de la iniciación de un niño (Paolo Colombo) a la vida adolescente. Iniciación sentimental crítica, edípica y platónica, en la que juega un papel preponderante el sexo, a modo de ritual que ha de sancionar la entrada en la vida adulta, gracias a la presencia de su madre. Pero esa nueva sensación de vida y de mirada le parece a Agostino como algo extraño y sombrío, una vez que la crisis de las relaciones con su madre le hace sentir el desamparo del mundo que contempla.
Pero la verdadera descripción de una Italia popular y pobre la logra Alberto Moravia con La Romana, adaptada por Luigi Zampa en 1954 y también por Giuseppe Patroni Griffi, La Campesina dirigida por Vittorio de Sica en 1960 y La Provinciana realizada por Mario Soldati en 1952.
La Romana no podría ser sino la genuina Gina Lollobrígida, una mujer pagana que pone de relieve momentos existenciales que no participan de la moral ni de la sociedad. Se encuentra aquí una especie de solidaridad íntima entre las gentes, los animales y las plantas. Después de la guerra, dice Moravia, el pensamiento existencial era doloroso y amargo a través de toda Europa. El pensamiento de Jean-Paul Sartre y de Martin Heidegger estaba subvertido y adquiría un aspecto optimista muy cercano a la moral de la supervivencia que es muy antigua en Italia. Esta es la novedad de La Romana, una forma serena, optimista y no desesperada de expresar ese existencialismo que le había permitido a Europa sobrevivir.
Sofía Loren, una de Las dos mujeres
La Campesina en cambio, es dolorosa, pero es Sofía Loren escapando de la guerra con su hija, es compartiendo con ella una violación a manos de unos marroquíes, es el cambio de una edad por parte de la hija que conoce el sexo a través del dolor y lo asume como la única arma de venganza que le queda, para enfrentarse al tiempo y a la desdicha.
La Provinciana, se ubica en la interioridad, en el intimismo de una mujer, Gemma (Gina Lollobrígida), que escapando del incesto abraza el amor de un profesor. Pero el chantaje aparece gracias a la presencia incómoda de una ridícula y obesa condesa que presiona a Gemma hacia el adulterio. Pero la verdad, al final de la historia y del relato fílmico, será revelada y el matrimonio sale triunfante mientras la condesa sale a empujones de la casa a la calle y la feliz pareja mira en el balcón cómo la noche cae muda siendo testigo de una crónica del melodrama italiano.
Mauro Bolognini filma en 1960 un cuento titulado ‘Un día extraño’. El guión ha sido escrito por Moravia y por su “último gran amigo”, Pier Paolo Pasolini. Por un largo corredor que comunica las altas edificaciones decoradas por la ropa recién lavada colgada en cuerdas a la vista, un joven hombre, Davide, sale a buscar desesperadamente trabajo para poder mantener a su bebé y a su futura esposa, mientras las mujeres gordas cantan arias napolitanas. Y es precisamente en el sexo en donde encontrará su mejor fuente de ingresos al encontrarse (¿el azar?, ¿el destino? o ¿el juego de los dioses? o ¿el capricho de las Moiras?, con una mujer aburrida de la rutinaria actividad erótica de su esposo, que le paga muy bien la posibilidad concreta de la materialización de un sueño, de una aventura, de otro cuerpo.
Moravia y Pasolini
Con Pasolini, uno de sus mejores amigos
El Conformista, realizada en 1979 por Bernardo Bertolucci, es fundamentalmente, antes que el estudio de un carácter, el análisis implacable de una sociedad. Con una ironía amarga, en fuertes imágenes y mediante sutiles análisis, Bertolucci y Moravia nos introducen en la vida de su personaje Marcelo (Interpretado por Jean-Louis Trintignant), el joven conformista surgido en un medio familiar anormal y que por reacción intenta ansiosamente confundirse con los demás hombres, ser igual a todos. A través de una infancia agitada y llena de experiencias desastrosas, el conformista tiende a encontrar una comunidad donde pueda pasar inadvertido. Y no encuentra otra solución que hundirse en una sociedad falsa asentada sobre las falsas premisas: la sociedad de la época fascista. Esta renuncia a su propia individualidad supone el conformismo, la renuncia a la vida por parte de este humilde hombre. Entre otros episodios, un viaje de bodas con la bella Stefania Sandrelli y un crimen de estado le son suficientes a Moravia para describir una época.
Stefania Sandrelli en El conformista de Bernardo Bertolucci
Jean-Louis Trintignant, el conformista
El realizador italiano Tinto Brass (el mismo de Calígula, La llave, El salón Kitty, Miranda, Paprika, entre otras), realiza El hombre que mira, en donde un hijo mira a su madre a través del cerrojo de una puerta. El tema es el voyeurismo que el mismo Moravia lo define como la compulsión admirativa, que no es otra cosa que la fuente de gran parte de la narrativa y, desde luego, del cine. Para él no puede hablarse de voyerismo ni en pintura ni en escultura, porque en estas artes falta movimiento: el voyeur no espía tanto el objeto como su movimiento, es decir, su comportamiento. Además, debe tratarse de un comportamiento tan íntimo, que nadie, excepto el voyeur, podría espiar sin ser consciente de cometer una indiscreción. Dicho de otra manera, el novelista o el cinematografista, aparte de mostrarnos aquello que todos podrían ver, a menudo nos muestra aquello que nadie podría ver, excepto el voyeur. En efecto, así como no se puede atribuir al voyerismo la representación de acontecimientos públicos, como por ejemplo, un baile o una sesión parlamentaria, sí es indiscutiblemente voyerista la representación de un hecho tan íntimo como la relación sexual, pues la gente no se acuesta en público. Por lo tanto, cuando un cinematografista nos muestra a dos personajes en el momento de su acoplamiento, en realidad mira y hace que nosotros miremos por un imaginario ojo de la cerradura.
El hombre que mira, de Tinto Brass.
Son innumerables los escritos de Alberto Moravia que han sido llevados a la pantalla. Incluso la película Desideria, basada en la novela La vida interior, en donde se extienden sin afán esos largos diálogos de una mujer terrorista con su psicoanalista que la desnuda en su más profundo intimismo.
La villa del viernes dirigida por Mauro Bolognini narra la historia de un marido profundamente enamorado de su mujer, con la que, sin embargo no mantiene relaciones sexuales. Por ello, ambos llegan a un pacto: ella tendrá un amante, una vez por semana, a condición de contarle luego todos los detalles. El marido en la película es el actor británico Julian Sands y la mujer Joanna Pakula. Otras dos películas realizadas por Bolognini y por Pasolini fueron La noche brava y Una jornada inútil. La novia con Catherine Spaak; Los indiferentes de Francesco Masselli realizada en 1963; y La corrupción.
Tal y para cual. Doris Dorrie, la realizadora alemana y Alberto Moravia establecen con la película Yo y él una simbiosis cómplice en donde se enrostran los misterios de una actitud amorosa, de una preocupación profunda y a la vez ridícula que atrapa toda actitud humana. El amor y la consiguiente entrega fatal, encuentran en esta directora y en el escritor sus más claros exponentes. En Yo y él se retrata con ironía abierta y sin pudor, las conversaciones que sostiene un hombre preocupado más por el trabajo, y su órgano sexual. Y nuevamente se hace presente la frustración del amor, la continua búsqueda de la belleza ideal, la insatisfacción siempre presente en el momento en que los sueños no encuentran ningún referente con su correspondiente realización. La fantasía, ese pequeño fantasma erótico, levanta el vuelo olvidándose de quién puede ser su dueño. La fantasía libidinosa del hombre y la energía epidérmica de la mujer, está determinada por el tiempo, por la época, por nuestros días. En esto fue consciente la realizadora y de allí su acierto al adaptar la esencia del mundo temático de la obra de Moravia.
Brigitte mirando con desprecio
Godard y Brigitte Bardot
Fotograma de El desprecio dirigida por Jean-Luc Godard
En 1963, el realizador francosuizo, Jean-Luc Godard realiza El desprecio. Un guionista y su joven esposa parecen sostener un matrimonio perfecto, estable y eternamente unido. Pero un incidente con un productor de cine, que aparentemente es un ser anodino, conduce a la mujer a plasmar un desprecio a su marido. Seca y vibrante, esta película se desenvuelve en la fatalidad de una tragedia. Y a sus espaldas se levanta el decorado transfigurado de Capri. Esta historia ha sido uno de los grandes desafíos que ha tenido que trascender Godard a lo largo de su extensa filmografía, y en esta vez, confía en Fritz Lang el papel interpretativo de un director de cine, testimoniando la venganza de los dioses.
En la génesis hablada de El desprecio, Godard habría podido afirmar que el azul de la película había sido concebido por el Mediterráneo, que la casa sepia de Capri había sido diseñada y habitada por Malaparte y que la muerte sería roja, como el color del auto de un productor de cine interpretado por Jack Palance. Azul, sepia y rojo, es la tricotomía de la estatua antigua. Habría podido también darle dos o tres llaves al espectador e indicar que para establecer la alianza entre lo fútil y la eternidad, habría sido necesario entrecruzar los tres tiempos de la historia: el tiempo frecuentemente lento como el del mar; el tiempo del arte, el del cine que siempre palpita; y el tiempo efímero de los hombres y de sus pequeñas historias cotidianas que se confunden con sus miradas, esa misma que marca cicatrices en nuestras memorias.
El desprecio es la película de las imposibilidades. Frente a la extrema presencia del mar, se encuentran Homero y Lang, Bardot y Piccoli, el dinero y el cine. Todos los actores antiguos y modernos de esta tragedia intentan establecer una alianza, que sea la última, para hacerse amar por Dios y vencer la muerte y el olvido. Pero como Poseidón bajo la mirada de Ulises, será imposible reconciliarlos. El desprecio es la historia de esta imposibilidad. Es una odisea moderna en donde el mundo extranjero no es un país desconocido para conquistar o para descubrir, sino el Otro, aquel que cada uno lleva por dentro. Una odisea moral, no geográfica ni física, un resultado de mundos antagónicos que se enfrentan, no para que alguno sea el vencedor, sino porque el tiempo, la historia y la vida se cruzan y se golpean unos a otros, sin encontrar un lenguaje común que los involucre en una comunicación aceptable. Fritz Lang el artista, Fritz Lang el cineasta (que se interpreta a sí mismo), será el único en saber que todo lo que se agita alrededor de él está puesto en el torbellino de la tragedia. Él se convierte en una especie de conciencia moral, el trato de unión entre mundos que parecen no tener nada en común. El desprecio se parece a la historia de los náufragos del mundo occidental, afirma Godard, rescatados del náufrago de la modernidad, a la imagen de los héroes de Julio Verne y de R. L. Stevenson, que están en una isla desierta cuyo misterio es inexorablemente la ausencia del misterio, es decir, la verdad.
Reticente, Alberto Moravia planteó así su posición frente al cine: dondequiera que hay un oficio artístico hay arte. Pero la cuestión es esta: ¿hasta qué punto permite la película la plena expresión? La cámara es un instrumento de expresión menos completo que la pluma, incluso en manos de Eisenstein. Nunca será capaz de expresar, pongamos por caso, todo lo que Marcel Proust expresó. Nunca.
Cuando le preguntaron a Moravia que de Federico Fellini qué prefería, el narrador o al filósofo, esto contestó:
Prefiero al narrador. A pesar de que en realidad Fellini puede reprocharme que no tenga en cuenta sus esfuerzos ideológicos; y tendría razón, porque toda ideología, incluso errónea, resulta algo indispensable para un artista. La mayoría de los artistas atienden más a su ideología, que a veces no es muy original, que a su representación, que lo es, porque realmente sin ideología no habrían hecho las representaciones. Entonces hay que confesar que la ideología de Fellini, aunque no se destaca por ser exclusivamente original, está en la base de sus representaciones que son muy originales. Es decir: comprendo la ideología, pero aprecio, me gusta el narrador. En mi opinión, evidentemente Fellini es un decadente. Encontró una construcción que se adapta muy bien a la decadencia, al espíritu decadente. El estilo clásico quiere una construcción cerrada, una arquitectura. El decadentismo quiere una construcción abierta donde la construcción se ve reemplazada por la aliteración, por la reiteración. Por ejemplo, tomen el Bolero de Ravel; se trata de la repetición de un motivo que podría durar un día. En Fellini tienen la misma cosa: la reiteración de un mismo tema casi obsesivo u obsesionante hasta el final del espectáculo, pero que no es el final del film en sí. Me parece que allí es donde se produce un encuentro feliz entre el espíritu decadente de Fellini y un sentido de la arquitectura que se halla muy bien adaptado a ese decadentismo. Siempre resulta muy difícil dar una definición acerca de una personalidad, tanto más cuando se trata de una personalidad tan compleja como la de Fellini. Para mí, era el realizador más representativo del período de los años 1950-1960, marcado por el poder de la iglesia católica a través del partido demócrata cristiano. ¿Quisieran saber si considero católico a Fellini? En alguna medida lo es. Precisamente en la medida en que es decadente, es decir en cuanto posee un catolicismo muy moderno, que no es un catolicismo clásico ni barroco. Se trata del catolicismo de nuestra época, mezclado de decadentismo. Aparte de esto, Fellini es un gran exponente de lo que yo llamaría el realismo crítico que sucedió al neorrealismo.
El aburrimiento francés
El aburrimiento
En 1988 el realizador francés Cédric Kahn filmó El aburrimiento. La práctica del sexo genera un cúmulo de liberaciones: para la joven protagonista es un mero acto de placer, que hay que desarrollar sin tapujos ni coartadas morales; para el ya más maduro profesor de filosofía podría ser la puerta que atraviesa la vida y conduce al suicidio, liberándonos de todo sufrimiento. La chica tiene algo de mantis religiosa: su último amante, un pintor para el que posaba desnuda, murió en sus brazos mientras hacían el amor. Como en El último tango en París, la figura del intelectual contrastada con la de la muchacha desprejuiciada tiene la misión de construirse en una radiografía del tiempo que nos ha tocado vivir, sus crisis, su desencanto y el callejón sin salida al que algunos pensamientos han llegado. La obra de Cédric Kahn es una exploración de las relaciones cada vez más conflictivas entre sexo masculino y sexo femenino. El aburrimiento no solo habla del tedio, sino de los celos, de la obsesión erótica, del deseo, de la pasión. La película es la proyección fantasmagórica y rítmica de la espiral infernal en la cual se encuentra atraído un hombre que quiere ser el sujeto de esta obsesión: un hombre obsesionado por el cuerpo de una joven mujer que no consigue penetrar su opacidad. Toda ella es un territorio inédito en donde la lógica del racionamiento y del sexo imprime la huida a la locura. Es la pasión que no puede ser conquistada.
El aburrimiento es también un cuento filosófico. Martín es profesor de filosofía, se le ve una vez en clase pero no dice nada. La pasión que siente por Cecilia es una experiencia de orden filosófico. Martin acepta los límites del cerrado universo en el que vive pero cuando se encuentra con Cecilia parece creer que ya todo es posible. Con Cecilia, Martin empieza a ejercer una especie de mayéutica. La curiosidad y los celos, son las puertas de entrada hacia el conocimiento amoroso. El objeto de la pasión se esconde y la búsqueda obsesiva de la verdad de Martín está oculta por la vulgaridad misma de su relación con Cecilia. Ella no oculta nada, su verdad no oculta nada. Pero lo que verdaderamente perturba a Martín es que no puede establecer una relación con Cecilia, una relación en donde haya reciprocidad de posiciones. En realidad, Martín cree ser un sujeto pero se convierte en un objeto, o peor aún, en una forma vacía como Cecilia. El acceso al conocimiento, es en definitiva para Martín, un ingreso lúcido al vacío, un vacío que como la filosofía oriental le permitirá reconstruir su vida. El aburrimiento es la puesta en imágenes de una obsesión que devora a un personaje tanto en su universo afectivo como en el mundo real. Pero el realizador no cede en nada a su relación naturalista de las cosas y la distancia de su mirada a los comportamientos humanos. Si la aventura de Martín es psíquica e interior, la cámara no busca nunca apresar los movimientos subterráneos y las perturbaciones que lo animan.