El mejor de sus defensas perdió el duelo con su sombra antes del último minuto. El número 9, que corría como un galgo, compró un revólver…

Por: Juan Manuel Roca
El viejo entrenador dibuja en un cartón la memorable alineación de los fantasmas. Sabe que el portero de su equipo es un secreto que atrapa los frutos del vacío. El mejor de sus defensas perdió el duelo con su sombra antes del último minuto. El número 9, que corría como un galgo, compró un revólver, le hizo un autogol a la muerte. Los que jugaban por las puntas y driblaban la miseria, recibieron tarjeta negra tras las rejas de una celda. La cancha del barrio, invadida de malezas, esconde un balón sin aire, un banderín anegado por la lluvia. Un periódico, con el anuncio de un perro que husmea la flor metálica de un gramófono, recorre la tribuna a capricho del viento. La tarde del triunfo envejeció aunque siga atravesando 18 yardas del recuerdo. Unos murieron con los sueños intactos. Otros lo hicieron de cafetín y desalojos. Día y noche escucharon la voz de la impaciencia. Yo miro el campo baldío, pañuelos blancos, minutos de silencio, y sigo en la banca esperando relevo.
A “Los kampeones” de Méndez Camacho, en el esperanto del gol.
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