
J.P. Morgan increpó una vez a Charles Schwab, jefe de “Carnegie Steel”, por haberse pasado una noche de farra en los bares de Montecarlo. Cuando Schwab replicó que él cometía sus pecados abiertamente, y no escondiéndose detrás de las puertas, Morgan golpeó la mesa con el puño y replicó: Para eso son las puertas, querido amigo.
A propósito de la afición que Lubitsch sentía por las puertas…
“El hombre de quien Billy Wilder, su más cualificado discípulo, decía que “era capaz de hacer más con una puerta cerrada de lo que la mayoría de los directores son capaces de hacer con una bragueta abierta”. Fernando Trueba.
El director berlinés Ernst Lubitsch sigue siendo, 67 años después de su muerte, un nombre fundamental en la historia del arte cinematográfico, creador de la película histórica y espectacular en Alemania al final de la primera guerra mundial y creador en estados Unidos, en donde prosiguió su carrera desde 1923, de la comedia brillante y satírica, que iba a convertirse en uno de los géneros básicos de la producción de Hollywood, aunque jamás consiguió superar los modelos legados por su fundador. A lo largo de su extensa producción estadounidense, Lubitsch se caracterizó por una inimitable elegancia en el arte de la sugerencia, rasgo de estilo definido por la crítica como “toque Lubitsch”.

Todo autor de comedias ha sentido en algún momento de su carrera la tentación de imitar a Lubitsch, de intentar recrear aquel estilo que hizo de él, en palabras de Jean Renoir, el inventor del moderno Hollywood. Si no realizando la obra a lo Lubitsch, al menos intentando construir una secuencia, una situación o un plano a la manera de aquél. La mayoría de las veces los resultados son decepcionantes. Se puede estudiar tal o cual recurso y aplicarlo miméticamente, pero lo que queda es una fórmula fría y artificialmente utilizada.

Muchas convenciones narrativas de hoy, cuyo significado y funcionamiento no se molesta a nadie en analizar puesto que un niño de seis años de ahora las entiende sin problemas, fueron descubrimientos trascendentales cuando personas como Griffith, Chaplin, Stroheim o Lubitsch las utilizaron por vez primera. Lubitsch fue uno de los mayores inventores en aquella época en que el lenguaje cinematográfico se forjaba película a película; pero no es el del gramático de quien se va a hablar, sino del estilista, del creador de un sello tan personal e intransferible que fue bautizado como el toque Lubitsch.

Mucho se ha escrito sobre el toque Lubitsch, incluyendo el libro de ese título de Herman Weinberg, que no pasa de ser una atractiva biografía acompañada de algunos documentos. El toque Lubitsch era antes que nada un estilo, un tono que impregnaba de principio a fin cada una de sus películas pero, más concretamente, podríamos definirlo como la crema de un exquisito pastel. Tal o cual deliciosa comedia de Lubitsch ofrece en determinados momentos un tipo de soluciones narrativas que por su poder sintético y sugerente, por su brillantez y perfecta adecuación a la historia son como una metáfora, como una concentración de toda una forma de hacer. Esos momentos mágicos podían ser una veces soluciones visuales y otras dialogadas, anotaciones psicológicas o elipsis prodigiosas, arranques antológicos o inesperados desenlaces, pero en cualquier caso, soluciones estrictamente cinematográficas que jamás detenían o desviaban la historia para lograr un efecto, sino todo lo contrario; la enriquecían, complementaban y hacían avanzar y, sobre todo, siempre eran de una fidelidad escrupulosa al espíritu del film en el que figuraban.

Las películas mudas de Lubitsch, realizadas primero en Alemania y más tarde en Estados Unidos, serían más que suficientes para asegurarle un lugar en el Olimpo, aunque no hubiese rodado una sola de sus películas sonoras, las más populares y por las que suele ser más apreciado hoy día. El estilo Lubitsch se forjó en los estimulantes años del mundo. Él y su coguionista de ésta época, Hans Kraly, llegaron más lejos que nadie en el sofisticado arte de contar sin palabras, y cuando el sonoro llegó Lubitsch fue el más astuto de todos. Lejos de hundirse, como ocurrió con Griffith, Keaton, Stroheim y tatos otros, tampoco adoptó el arrogante desafío de Chaplin de ignorar el sonido. Lubitsch no solo conservó y desarrolló todo lo aprendido en los años silenciosos, sino que llevó el arte del diálogo a las más altas cuotas de sofisticación, y entendió de inmediato la importancia de los ruidos –y la del silencio– en las películas sonoras. Por si esto fuera poco, inventó el musical moderno –con las canciones formando parte de la acción en oposición al imperante estilo: Melodías de Broadway– 25 años antes de Cantando bajo la lluvia.

Refiriéndose a Lubitsch, Francois Truffaut escribió que para él lo esencial era no tratar nunca un tema de forma directo y que de lo que se trataba era de no contar la historia e incluso de buscar el modo de no contarla del todo, y añadía: si nos quedamos fuera de la puerta de una habitación cuando todo ocurre dentro, si nos quedamos en el “office” cuando la acción ocurre en el salón, y en el salón cuando tiene lugar en la escalera, y en el teléfono cuando sucede en la bodega, es porque Lubitsch se ha roto la cabeza para permitir a los espectadores construir por sí mismos, con él, el guión mientras ven la película proyectada. Truffaut remataba su razonamiento diciendo: En el Gruyere Lubitsch cada agujero es genial. Maestro en el arte de divertir a los espectadores haciéndoles descubrir a ellos mismos las cosas y convirtiendo el cine de participación, Lubitsch fue acusado a veces por sus actores de prestar más atención a las puertas que a ellos, cuando en una ocasión había declarado que las puertas son tan importantes como los actores. Pero no solo de jugar con puertas se trata, aunque la puerta es una perfecta metáfora de lo que constituía la esencia de su trabajo: adivina primero lo que está ocurriendo al otro lado y veamos después si acertaste.

Veamos un corto ejemplo: Ninotchka (1939). Sobre un plano de la Plaza de la Concordia en París, un título: Esta película ocurre en París en aquellos días maravillosos en los que una sirena era una morena y no una alarma… Y en los que cuando un francés apagaba la luz no era a causa de un bombardeo. No se puede ser más sintético para exponer las diferencias entre la guerra y la paz y para explicar que la nostalgia de hoy comienza mañana por la mañana.

El toque Lubitsch no sólo se manifestaba en el sofisticado mundo de sus comedias. Podía tener matices tenebrosos cuando en una película como Remordimiento (1932), un drama pacifista que mostró hasta qué punto Lubitsch era versátil, el desfile del fin de la guerra es filmado con el muñón de la pierna de un soldado en primer plano, o cuando en esa misma película, dos mujeres cuyos hijos han muerto en la guerra intercambian recetas de repostería ante las tumbas de éstos. En su episodio de seis minutos en Si yo tuviera un millón Lubitsch retomó por un momento su estilo del cine mudo al contar la historia de un oficinista (Charles Laughton) que recibe la noticia de que le ha tocado un millón, abandona su despacho, va atravesando puertas y despachos cada vez más grandes hasta llegar el gran jefe. Una vez allí se sienta frente a él y le obsequia un mal olor. Puede parecer fácil, pero Lubitsch estaba dando vida al sueño del noventa y nueve por ciento de la humanidad.