
Por: Sergio Marentes
Me inicié en esto de la vida sin darme cuenta. También sin que alguien me lo preguntara, me lo sugiriera o algo por el estilo. Resulté metido de cabeza en un mar infinito que todos decían conocer y sin instrucciones qué seguir para llegar a la orilla.
Un día cualquiera desperté siendo un niño y, junto a eso tan difícil de definir y de domar, por algún extraño designio resultó ser que tenía que seguir viviendo hasta que la muerte lo quisiera. O, para ser más preciso, hasta que la vida se cansara. Por supuesto que nadie me indicó en su momento lo de la vigencia de la vida pero, como con el amor, supe que lo sabía, supe que estaría vivo hasta que me muriera. Además, en frente mío estaba una mujer que, lo supe instantes después, era mi madre y me miraba como se mira únicamente a lo vivo. Prueba inequívoca de que necesitaba que yo estuviera vivo para sentirse viva, o al revés. O como fuera.
Me dispuse, pues, y sin más remedio que el de obedecer a la vida, a vivir. Lo más difícil fue, primero que todo, llegar a saber qué era vivir. Quise preguntarle a mamá pero mi lengua fue torpe y balbuceé en la lengua muerta de los niños cosas sin sentido. Las babas me llenaron la boca, lo que me hizo incomprensible. Ella, como manda el manual de mamás, interpretó mi lengua y lo tradujo como «Mamá» y celebró que mi primera palabra fuera su rol más preciado y me besó con fuerza. Así que, sin darse cuenta, mamá me acababa de enseñar todo lo que habría de enseñarle la vida a los que no recuerdan lo que es despertarse vivo un día cualquiera: estarás vivo mientras haya alguien que te interprete.