
Por: Sergio Marentes
Nunca sabemos si lo que queda a nuestro paso es lo que fuimos o lo que recordamos ser. Tampoco se nos ha dicho si dejamos algo a nuestro paso. En ninguna parte se aclaró si nos movemos siquiera. Acabo de volver la mirada y encuentro al Sergio adolescente que se comió el mundo, agazapado como presa, temblando, intentando confesarle su amor a una chica. Me quedo viéndolo y no me sostiene la mirada, me evita casi tanto como a ella. Dejo de mirarlo por respeto al amor. A donde veo ahora está el Sergio que, de niño, conversaba con los viejos sin dejar de jugar. Está ahí, atento a las historias que repiten y repiten los abuelos del pueblo como si el niño no los oyera y se tratara de una conversación más. A él, por el contrario, no le importa que yo lo vea porque ni lo nota, casi toda su atención está con los viejos; un poco está con su perro y, el resto, con sus pies inquietos. Me fijo en el viejo que habla: cuenta una historia de un niño que se veía a sí mismo en todo lo que lo rodeaba y es el Sergio viejo que, cansado de tanto escribir, pasó a la oralidad. El viejo Sergio habla sin afán. Se detiene por instantes a meditar sobre lo que acaba de decir. Mira el horizonte tan concentrado como la flor cerca de sus pies. El Sergio niño juega mientras tanto con las piedras del suelo. Hurga su nariz sin vergüenza. El viejo continúa. El niño juega y oye. El adolescente sueña. El viejo cuenta. Yo veo. Escribo.
Sonrío de ver que fui un viejo lleno de historias. Sonrío por mi ignorancia. Sonrío por mi felicidad. Nunca sabremos si lo que somos es lo que somos.