Foto: Jess Ar.
Los niños venían a mí y la gente los dejaba acariciar con sus mejillas suaves mi rostro espinoso como un rosal a punto de marchitarse. Les mostraba el cielo y les decía que allí serían todos bienvenidos por su limpieza. ¿Ahora quién me mostrará el cielo cuando los niños me escupan a la cara todo su odio? Tuve cinco perros en mi vida. A todos los enterré bajo el mismo naranjo. Todos tuvieron el mismo nombre. Esos cinco entierros son la extensión de mi soledad. ¿Quién verá en mí el pilar de una ceremonia de la nostalgia? ¿Alguien me extrañará con la fuerza que me gustaría extrañar a mi familia si hubiera vida más allá de la muerte? ¿Seré la piedra sobre la cual se fundará una iglesia tan pura como el amor de un perro? Tal vez como un ave rapaz caeré sobre la tierra y ni los gusanos me vayan a comer. He visto a esos pájaros del mal caer muertos y perdurar por días sin ser deseados siquiera por la podredumbre hasta secarse bajo la mirada indiferente del sol. Así caeré sobre la tierra que me vio nacer y nadie me enterrará.
No soy una mujer que lucha por enterrar a su hermano considerado traidor por el pueblo. Soy un hijo de la naturaleza que muere por vengar una muerte impía: la muerte de la inocencia. Ahora me espera la tierra donde otrora sembraba maíz y hortensias. Espero que Alba vaya al campo y acaricie las flores que brotarán de mi cuerpo. Mi pecho echará raíces que se aferrarán a las piedras más profundas por miedo a desaparecer. Sin embargo, llegará un día en que los campesinos me cortarán y harán bebidas con mi savia para embriagarse. Nada más.
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