
Por: Alfredo Abad *
Al leer la ciudad, rastrear sus intersticios y esculpir su imagen, la unidireccionalidad se resquebraja, la diseminación a la cual está abocada genera fracturas. Su imagen es algo secundario, ni siquiera nos sirve tal categoría, imagen es forma, representación, cuadrícula. No es esquema ni semejanza, ha dejado de ser substancia, se ha convertido en fuga. Y nosotros ya no somos nosotros, la ciudad no tiene objetos, no tiene sujetos, posee desmembramientos, evasiones incapaces de ser rastreadas, porque a su vez, no van a ningún lado. En ella se pueden establecer los niveles de pluridimensionalidad y heterogeneidad que fluyen en las calles, en las historias, en las voces que entre silencios se cuentan atributos que mueren sin remedio. Se reproducen sin ser progenitores, se dan a luz sin ver la vida. La ciudad es la noche cuyo ropaje cubre al hombre, palabra difundida de manera insuficiente. Ella desaparece en los sentidos que ya no descubren, no sienten, no esperan. No hay ciudad porque ya no hay hombre, hay diseminación, ese es su movimiento. Allí, los signos no tienen origen ni destino, la fragmentación es el único soporte de lo que pudiera ser considerado como fundamento de un “organismo” amorfo, laberinto de múltiples salidas y ninguna entrada. Una de las primeras grandes fracturas en torno a su imagen la había constituido el siglo XIX cuando el individuo se empieza a sentir realmente como tal, ajeno a la comunidad, solitario enfrentado a sus fantasmas. Así la describe Rimbaud:
Estos millones de personas que no necesitan conocerse manejan tan parejamente la educación, los oficios y la vejez, que el curso de sus vidas debe ser varias veces menos largo que el atribuido a los pueblos del continente por una estadística loca. Así como desde mi ventana, veo espectros nuevos girando a través del espeso y eterno humo del carbón (…) frente a mi casita que es mi patria y todo mi corazón puesto que aquí todo se parece a esto: la Muerte sin lágrimas, nuestra hija activa y servidora, un Amor desesperado y un bello Crimen lloriqueando en el barro de la calle[1].
El crimen todavía se renueva, el arma es la misma, hay que hablar desde el anonimato, mirar por el rabillo del ojo, huir asustadizos ante el prójimo porque estas son las calles más oscuras, las que no dejan ver el rostro humano a medio día. Ya ni siquiera avanzamos porque no vamos a ninguna parte, ni siquiera nos encontramos porque estamos en todos los puntos. No existe la comunicación porque huimos de las palabras. En el núcleo familiar, el padre ha desaparecido, desintegración del átomo, de la cultura, ya no hay centro, ni periferia. La sexualidad al margen de la moral, desdoblamiento del cuerpo, diacronía múltiple. Una cultura sin padres, figuras paternas destruidas, añoranzas de una raza de árboles petrificados: capillas, universidades, instituciones, imágenes estatales, política del progreso en nombre de una moral, de una ideología, de una raíz. El habitante de la ciudad debe ser ya un hábil talador.

Al perder su sintaxis y su semántica, ¿Posee habitantes? No hay que ser crédulo con la deformidad que muestran. El transeúnte es una instancia, nómada sin orden, pasajero asignificante. Todos los rastreos sociológicos sobre la ciudad son automatismos que sacralizan, hermenéuticas fallidas que incorporan un sentido a lo que no lo tiene. El ser en la ciudad camina hacia el abismo de la asignificación, el habitante no merece ser interpretado, no hay nada qué interpretar. Hay que nutrirse de esas miradas huecas que el entorno citadino muestra, de esas risas esquizoides que se superponen a toda noción de unidad. La velocidad se ha acrecentado, el afán no es sólo un síntoma de un capitalismo exacerbado. Las calles saben que sus habitantes no deambulan en tres dimensiones, hay una descripción pluridimensional en la que el sujeto se resquebraja tornándose un cuerpo alimentado por publicidad, por (des)información, por una atmósfera hueca que nada significa, nada dice, y que sin embargo, lo nutre, de vacío claro está. La velocidad permite masticar palabras y tragarlas con contaminación de insignificancias, el hombre cotidiano, sin embargo, no se indigesta.
La prédica religiosa convive con el burdel; el anticapitalismo, con Adidas. Las calles rastrean toda ideología y se tragan sus rótulos, los habitantes gritan y el grito se traga sus cuerpos, serpientes que se alimentan de sus excrementos. Gritos de ideologías: muecas ridículas del desespero moderno. Nadie hace caso. ¿Ignorancia o indiferencia? No lo sabemos, ni nos importa, así reza un graffiti, lábaro precioso de la neo-urbanidad. Pero, ¿no tiene la ciudad un origen, no rinde tributo en las plazas a sus fundadores? Siempre se busca un fundamento, una raíz, un árbol. Siempre ligándonos a esquematismos. El origen es siempre tergiversado, no hay un origen, hay muchos, y en síntesis, ninguno. ¿Se desea un origen? Hay que recordar que nuestro origen primario fue una expulsión, y que Eva fue la concubina de Adán; su “legítima” mujer quería, en las prácticas sexuales, llevar el mando.
Urbanísticamente a la ciudad se le confiere una estructura donde es perfectamente reconocible un cierto tipo de topología en la cual cada punto converge hacia un centro que le sirve de guía, criterio espacial y en muchos casos social. Es así como su fundación se hizo en torno a un centro erigido religiosamente (¿no son en su mayoría las construcciones eclesiásticas las que determinan su lugar central?) y por medio del cual puede reconocerse luego, aquello que se configura como periferia, guetto, margen, zona de tolerancia por supuesto, (la moral siempre tiene su centro y su periferia). Pero la dispersión citadina ha concebido la estructura desde una perspectiva un poco más compleja, la ha anarquizado pues no hay arché alguno, no hay fundamento, no hay ya en este organismo amorfo, ni centro ni periferia.

Los puntos cardinales sugieren en numerosos casos, ataduras sociales biológicamente necesarias, a ellos frecuentemente están ligados los lenguajes que aún signan una topología del centro y la periferia. Los atavismos morales son las figuras más representativas de esta clase de lenguaje, así como el reconocimiento de esquemas sociales y económicos que tienden a centralizar y unificar estructuras dentro de la ciudad. Estos mapas en todo caso no alcanzan a captar su geografía, más propensa a redefinirse como una máquina voluptuosa que devora desde sus órganos siempre amorfos, que desde la definición arquetípica de una ciudad dispuesta a servir de modelo organizado y tipificado. Sus puntos se conectan unos a otros. En ella se está en todas partes porque sus intersticios, sus rupturas, configuran una creciente red de irrealidad cuyas manifestaciones fugan el sentido de estructura plenamente demarcada que se pretende abordar. En vano se estima la cuadrícula, porque la ciudad es específicamente caoticidad, mirada en su conjunto, es desbordamiento, flujo, deseo que se rebasa en su desnudez inacabada. Las ciudades que ya no duermen hacen que la voluntad schopenhaueriana cobre una nueva etapa de desplazamiento y voracidad invencible.
En medio, o mejor, en el embrollo de esa voluntad que se despliega, el centro y la periferia han perdido su sentido. Por ello, lo oficial se prostituye; lo novedoso se envejece; lo propio se presenta como extraño, y Babel, reasume su noción originaria que explicita con suma propiedad lo que hoy se contempla. El World Trade Center, antes de su desplome, y después de él, es, pluralmente descrito, el mismo laberinto. Finanzas o hierros retorcidos, es sólo la misma disposición que destila miasmas. No hay norte ni sur, se camina en círculos en torno a la nada. No hay ideologías a pesar de los prosélitos, raza de enajenados que intentan decantar la putridez que se ha internado en todas las esferas. La ciudad devino universo infinito, cada punto muestra el mismo panorama. En el hipermercado bien puede adquirirse un ejemplar de El Hombre Unidimensional, ironía del capitalismo que como esquizofrenia ultratopológica, ha demarcado el consumismo a escala global.
El arte se representa en todas partes, la estética despliega sus posibilidades en todas las direcciones posibles. Las heces se han vuelto un artículo decorativo, y por ello, cualquier fuga del arte puede interesarse en hacer que una letrina se convierta en un nuevo manifiesto estético. El cadáver del arte ha estado insepulto desde hace ya más de un siglo. Nadie se atreve a inhumarlo, el artista es ahora un necrófilo.

Desde otro ámbito, la radio, la televisión e Internet son medios masivos donde las fugas despliegan su caoticidad. En la ciudad hay una expansión informativa tal, que su asimilación es siempre insuficiente, a veces su trascendencia es nula porque en buena medida, el oficio informativo y la recepción del mismo cumplen una función cuya pretensión no vas allá de explotar la cotidianidad, esto es, escudriñar lo superfluo, el hábito de lo estrictamente inmanente, o como lo sugiere este aforismo: “La prensa le aporta al ciudadano moderno su embrutecimiento matutino, la radio su embrutecimiento meridiano, la televisión su embrutecimiento vespertino”[2]. En una diseminación semejante, el hombre vive entre una red de información efímera, se conecta con una disposición informativa que lo vincula a cualquier punto y haciendo un balance, lo destina a vivir entre la vacuidad de una cotidianidad que se repite en su inmediatez y en su, paradójica expresión, absoluta contingencia. Con Internet se ha configurado un espacio donde la red se bifurca sin límite alguno. De hecho pierde su propia especialidad, el usuario se convierte en un habitante de un espacio ajeno y a la vez propio; deshabita la ciudad y convive entre prójimos sin rostro, entre imágenes cercanas que no están en ninguna parte; entre una claridad laberíntica que invoca el delirio de alguien que ha perdido a su vez la identidad. Las fugas de Internet se han tragado al hombre porque ni siquiera la magnitud de la ciudad puede competir con un espacio sin límites. No hay jerarquía de la información porque un clic nos envía desde la “claridad” de la hipernoticia a la “oscuridad” subterránea de lo Light, de la nimiedad; un zapping nos envía desde una masacre hacia un reality. ¿Dónde está la realidad, qué es importante? La información se ha rastreado estableciendo evasiones que invaden la vida y destruyen la linealidad. El ciudadano vive ahora en múltiples dimensiones paralelas, conectadas a partir de finos hilos que en caso de romperse, no invierten el orden porque éste ha desaparecido por completo. No hay información trivial porque tampoco la hay importante, se puede habitar el cosmos y desconocer el vecindario.
De acuerdo a un rastreo de los intersticios sexuales, la ciudad puede ejemplificar esas estructuras maquínicas sadianas en las cuales no había principio ni fin. El orden sexual que invoca una jerarquización, tal como el que nace de la idea de hacer prevalecer la sexualidad como forma constitutiva de la naturaleza para preservar la especie, es puesto en cuestión en la práctica humana, no solamente en la urbana. La transexualidad, la homosexualidad, la heterosexualidad no son sólo rótulos en la situación actual que omnisexualiza la condición del hombre en la ciudad. Dadas estas premisas, se excluye la idea de centralizar la sexualidad, de definirla en términos morales, de estratificarla, de domesticarla. El primer rasgo sexual que se deteriora es el del género, porque lo estrictamente biológico se difumina a través de la experiencia sexual ya no meramente invertida sino pansexualizada, donde no hay un objetivo sexual marcado en la posesión de un cuerpo biológicamente complementario, u objetivamente deseable (como es el caso de la homosexualidad) sino, laberínticamente propenso a su diseminación, en la cual los rótulos señalados arriba, empiezan a desaparecer. El transexual se difumina, en él, no es propio encontrar una identidad, sino que su imagen hace gala de la no estructura, de la red infinita, del mundo, no al revés, sino abierto en todas las direcciones, abocado a una velocidad que él mismo genera pero no alcanza a descubrir o asir. La ciudad es transexual. No por invertida sino porque plural, desestima el orden, rasga las jerarquías, y no es un mundo al revés como el del carnaval que describe Bajtin, sino un mundo diseminado en la apertura constante donde no hay comunidad, tampoco individuos sino, desmembramientos, otredades en las que el habitante se reconoce no como lo propio sino como lo ajeno a sí mismo.
La sexualidad se ha desdoblado en tantas formas como múltiples son las disposiciones que conforman el despliegue de las relaciones que proyectan el rostro deforme de la ciudad. Los géneros no se han acabado en el campo de la sexualidad porque más que eliminarse se han encontrado el uno en el otro, y por ende, se han presentado despliegues ajenos a cualquier consideración sintáctica. Hoy, (quizá siempre) la sexualidad se ha rebelado contra la sintaxis, no hay una gramática sexual ni ortografía que se reconozca. La sexualidad se da también como rizoma, como desplazamiento amorfo, como grito, como esa conjunción “y” que no termina y nunca empieza.

Al hablar de la ciudad como fuga no se hace una descripción a manera de toma calcográfica de la misma, puesto que de entrada se negaría una cierta taxonomía que rige en conjunto el régimen social que se instaura en su interior. Lo que se hace por lo tanto, es introducir una lente en aquellas grietas que deja la estructura y por medio de las cuales es posible no construir, sino reescribir los rasgos que al margen de la sintaxis, desglosan rutas marginales por donde la existencia es también válida, por su antiestratificación y carácter polimórfico, cuya creciente y provocativa multidimensionalidad desestima las visiones centrípetas del orden establecido. No hay jerarquías, no hay naturaleza, fundamentos, esencias, no hay un mundo en blanco y negro sino en total y continua refracción. Entropía citadina, no hay ser, todos los puntos convergen en ninguno, y los espejos en los que se miran sus habitantes no los reflejan porque los desdoblan incesantemente. Sólo la apariencia es real.
*Profesor Escuela de Filosofía Universidad Tecnológica de Pereira. Ha publicado los libros Filosofía y Literatura, encrucijadas actuales (2007), Pensar lo implícito en torno a Gómez Dávila (2008), Cioran en Perspectivas (2009), entre otros.
[1] Rimbaud, Arthur Iluminaciones El Ancora Editores, Bogotá, 1995, p. 45
[2] Gómez Dávila, Nicolás Nuevos Escolios a un Texto Implícito Tomo II Procultura, Bogotá, 1986, p. 74.
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