
Tengo un pacto de sangre con mi sangre. Somos dos que se dispusieron a dar el todo por el otro desde que se conocieron. Y desde entonces, ella cuida su parte dentro de mí y yo la mía fuera de ella. Todo se resume en horas de compañía dentro de nuestra soledad laberíntica; ella está ahí, lo sabemos, como yo que, valiéndome de mis dones y mi suerte, no le permito escapar a otro lugar. La amistad genuina no sabe: intuye y se mueve a ciegas. A mi sangre le debo, aparte de tanta vida que me heredó siempre, el gusto por las letras. Había que verla hervir cuando leía a Julio Verne en mi juventud, a Stevenson a Poe y a muchos que me sacudieron de los hombros desde sus páginas envejecidas, siempre fiel y latente, justo al borde de las palabras que desconocía y de las que me recordaban mi niñez y mis muertos; en cada palabra que conocí hubo huellas de mi sangre. También le debo mi gesto de hombre de bien: la vi huir de mi cabeza cuando se acercaba alguna chica agraciada y dejarme en mi cabeza solo, preguntándome si lo que no tenía para decir era lo que debía expresarle a la chica que sonreía. Justo ahí, cuando creía desfallecer, regresaba a mi cerebro y me hacía sonreír, siempre y sin falta, para parecer tranquilo. Le debo, pues, a esa inofensiva amiga líquida lo que la gente dice que soy; le debo, a lo mejor, ser lo que tenía que ser desde siempre; le debo, aunque la sangre nunca recaude sus deudas, la vida entera.
Dos amigos no siempre son dos individuos; dos amigos son si están en el mismo cuerpo; son si están en la misma línea, uno leyéndola y el otro escribiéndola.
«La amistad genuina no sabe: intuye y se mueve a ciegas»
Abrazo, amigo.
Un abrazo grande…