
Sí, el que habla solo siempre tendrá quién lo escuche atentamente. Yo, por ejemplo, hablo solo desde que recuerdo. Hablo conmigo de todo lo que no puedo hablar con los demás: me expongo teorías joviales sobre la creación de la humanidad; me cuento sueños en los que todos somos iguales y, por ende, el mismo; me confieso mis pensamientos más oscuros, los más luminosos; me confieso que conozco todos los rostros de dios.
Aquel día, cuando todo parecía ir de maravilla, se me ocurrió preguntarme el por qué me encontraba en aquel lugar. Por supuesto no supe responderme con destreza, por lo que resulté divagando en explicaciones y diatribas sobre mis deleites personales, de la misma manera con mis pesadillas y frustraciones del momento. Debo decir, hay que ser justos también, que no fui muy tolerante con lo que me dije en tanto no dije nada y, por el contrario, me torné incomprensivo e indagué, mejor, por el sabor del café, por el estado de las vías de camino a la oficina, por la noche anterior, las horas de sueño, el amor, la vida, la muerte, Colombia, lo de siempre para tranquilizar a mis interlocutores que entran en pánico cuando me pierdo en mí mismo. Hay que resaltar y valorar que recibí de buena manera el acto y que todo se suavizó para resultar respondiendo a la pregunta principal de aquella conversación con un simple, sincero y letal «no sé». Sonreímos a la vez. Bromeamos sobre los defectos del otro y, prometimos conversar luego, cuando todo se aclarara, o por lo menos cuando ya supiera algo más de mí.
En la mayoría de conversaciones conmigo mismo gana el que menos habla, o, por qué no, el que menos calla. Así, pues, cabe recomendarme escucharme más y hablar menos conmigo mismo.