
Por: Rosalinda Mariño R.
Por qué no escribimos un poema en el que quepan todas las flores, todos los soles, los amores grandes de nuestras vidas y aquellos pequeños que murieron de sueño (pero que también han aportado). Los que no están a nuestro lado y pueblan el continente del olvido. Los que hemos querido que estén para siempre y han sido fugaces, veloces, raudos, breves; jugando a ser agua en las manos. Los que no desaparecen, aunque parezcan espacios en blanco, amores magos. Aquellos que hablan de silencio y camino. Y los que siguen vivos en el sistema circulatorio, reinando en la vena cava.
Pero no se acaba lo que cabe en un poema. Caben los mares y sus peces por escribirse, caben los grises y las quimeras, las penas, la boca enorme de la ballena y diez millones de buques en fila. Cabe el tiempo que me obnubila y me hace confundir historia con instante. Bendito instante y la magia que esconde, momento diminuto de reloj en pausa, poderosa palabra, señal de humo, pequeño mundo en que nada falla; pequeño, pero valioso para el recuerdo.
Por eso leo el mensaje sin tinta, porque el truco está en el detalle y es suficiente un segundo, porque la emoción es ahora y no hay hora para creer. Uno simplemente cree. Cree y da por cierto que aquellos ojos son buen puerto. De acuerdo, mucho me equivoco y habito ojos cerrados, errados, o dormidos. Y quién dice que ellos no se equivocan también. Uno erra con la piel, y con la boca, y con los versos.
Pero este reto llamado vida se trata de aceptar las heridas y sembrarles flores. Para luego intentar un poema en el que quepan todas ellas, todos los soles; los grandes amores y aquellos pequeños que murieron de sueño, quizás tragados por el bostezo de la ballena. Ojalá salvados por diez millones de buques en fila.