
Por: Diana Alexandra Perico
A Juan Rulfo
«De repente, murió: que es cuando un hombre llega entero, pronto de sus propias profundidades. Se pasó para el lado claro. La gente muere para probar que vivió. Pero ¿qué es el pormenor de ausencia? Las personas no mueren. Quedan encantadas»…[1] parecen existir fuera del tiempo y su dominio. Pero el cuerpo y el espíritu se oponen frecuentemente. A lo mejor deshacerse del cuerpo era una medida justa para perpetuarse, como siempre quiso y lo supo siempre, en la máquina demoledora del Latin Jazz.
― Usted me va a perdonar, pero tengo que confesarle que a mí, en realidad, Chano me caía un poco antipático, no porque él tuviera razones para… sino por esa cosa natural que una persona te cae mal, verá no era tipo de fiar, se pasaba por ahí estropeando mujeres, porque eso sí, era un buen jodedor cubano, el mejor conguero, el mejor rumbero.
Esa noche la música estaba brava, mucho ajetreo, las mujeres zapateando y los hombres tirando rodilla que daba gusto, Chano todo asediado, porque él dónde llegaba, se le metía ése son y ahí mismo con sus manazas negras, grandes, como deformadas le sacaba percusión a cualquier cosa, se inventaba una rumba. Ya traía averiada la cabeza y engreído, empezó a pedir caña para todos los amigos y bueno, como yo no le digo no a nada…
―¡Oye, Camilo, mándanos otros dos rones más! Otra cosa señor. Yo me recuerdo que tres días antes, el Cabito le había dado unos verdes para unos bisnes y yo distraído, que con gente guapa es mejor no meterse porque bueno, usted tal vez no lo sabe pero la vida en los solares, allá en Cayo Hueso es rebelión y tragedia.
El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera la espesa calle 111 del Harlem. Hasta ellos llegaba el martilleo de la tumbadora y el fuego del bailoteo ardía en el salón de Río Café. Todos allí existían y mucho. La prueba de su delirio consistía en la fusión de todas las salsas de la vida en la abundancia de la música, la comunión en el sonido primitivo, rompiendo la teoría del peso de las piernas y envueltos en fragancias dulcísimas de giro de falda.
―Como le venía diciendo, entre Chano y yo había una persona, no sé quién, sería otro bandido, entonces entra al que le dicen el Cabito y lo toca por el hombro, «¿Ahhh, Cabito, como estas?», «¿conseguiste la Manteca?», «No… mira chico, no, la realidad fue que cuando salí de aquí a buscarla, me encontré una muchacha y me fui con ella», «¿Bueno y el dinero?», «Bueeeno, me lo tuve que gastar», «¿Y no tienes tampoco la Manteca?», «No la tengo», entonces pa ve, el cabito se retiro dos o tres pasos y Chano siguió ahí bebiendo, entonces de pronto le dice el cabito, «¡Chano!» y cuando Chano lo mira así, ve que ya tiene el arma en la mano, entonces Chano hace un gesto para pararse, para ir arriba, yo no sé, y ahí fue cuando le tiró.
Grito de silencio. Una hebra de sangre le salía por el oído, hacía un caminito por la negritud de selva de su cara y se marcaba sobre el mosaico, redondito como un disco.
Por primera vez Chano estaba callado y frío por fuera. Por dentro, el mismo Babalú reclamando, la rumba te llama. Dónde estabas tú, Chano Pozo, cuando los mejores músicos de la NY City, los más alborozados, se conducían suavecitos, difuminados hasta los bordes de tu encierro. Miguelito Valdés con sensación de astillamiento, cantaba valiente Murió Chano Pozo, y cuando esa voz tridimensional, oceánica arremetía contra los filos de la sala retocada y pululante, el contragolpe del canto era triste pero sabroso.
― ¿No cree usted que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal sabor del recuerdo.
Me parece que usted me preguntó por el Cabito… la verdad es que no sé… anda donde Dios sabe dónde. ¡Qué sentimiento me da, cada vez que yo me acuerdo de los rumberos famosos! Yo no creo que haya muerto, solo se acostó repitiendo sus letras, y no duerme y no sueña, siente un martilleo dentro que le va marcando compases, parampampín pin-pon-pan, virtuoso, hundiéndose en el goce profundo del sonido bestial, la descarga, rezándole a la Ave María morena, cobrando caro su derecho a permanecer…
― Pues sí, como le estaba yo diciendo…
Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre el mosaico que se iba pintando de una sombra fluida. El hombre se recostó sobre la mesa y se quedó encantado.
Diana Alexandra Perico, junio de 2012.
[1] Este fragmento fue extraído del discurso que Guimarães Rosa pronunciara con motivo de su ingreso a la Academia Brasileña de Letras, y era condición para iniciar el cuento con el que la autora quedó finalista en el concurso Brasil de los sueños del IBRACO en el 2012.