
Los milagros andan toda su vida de aquí para allá sin querer saber dónde terminarán desembocando o donde agonizarán abandonados a su suerte. Lo que no tiene un mérito especial, ni mucho menos, pues, lo único que saben hacer es someterse a las leyes de la física y aceptar con nobleza el cauce en el que fueron paridos por el dios de los milagros. Y en su noble camino encuentran, al igual que los ríos, obstáculos de todo tipo, tienen que sortear, por supuesto, piedras de diferentes tamaños, basura, seres vivos que se divierten o meditan, animales desprevenidos y muertos.
No he sido ajeno a lo inexplicable a lo largo de mi vida. Ni siquiera me puedo explicar mi existencia, para empezar. Tampoco la de estas palabras escritas aquí que, a primera vista, parecen ser mías. Mucho menos podré con la explicación de la vida o la muerte que son lo mismo, creo, y así hasta con lo más pequeño que se me ocurra. Tampoco puedo explicarme, para mencionar algún punto intermedio de esa línea interminable entre el universo y lo más diminuto, que ustedes, los demás, sean yo. No puedo comprender el que yo sea uno en cada ojo que me ve, y otro en cada oído que me oye, por no hablar de los demás sentidos, incluidos todos los sextos de las tantas mujeres que hay. En definitiva, no puedo con la zozobra de estar en cada persona, en cada cosa, en cada página en blanco. No puedo, pues, y esto podría ser lo único importante de estas trescientas palabras, con la idea de que soy todos los demás; soy todo lo malo y todo lo bueno de ellos, aunque apenas si pueda cargar con lo que creo que soy. Y esta es la casi historia de hoy.