
Los niños son inmunes al paso del tiempo desde que el mundo existe. Quizá sea porque él es un niño, o porque ellos son capaces de romper la barrera del tiempo con su imaginación ilimitada, o porque el mundo necesita de un niño para existir, o porque el tiempo jamás supo engañar a los niños con la fábula del fin.
Hay un niño jugando en la calle con piedras y tierra. Su desinterés del mundo me asombra y no puedo evitar envidiarlo un poco porque no parece importarle ni la suciedad de sus manos ni el paso del tiempo ni que yo lo observe. La imagen me hace recordar una tarde cualquiera de la niñez del niño común que fui: juego en la calle principal del pueblo de mi abuela. Tendido en el suelo juego con las piedras que tengo a mi alcance. No me importa si la ropa se ensucia o si se rasga porque en casa tengo más. No tengo idea sobre la relación de la temperatura corporal y la de la tierra húmeda, ni la de la fiebre con la muerte. Estoy ahí y únicamente ahí. Narro lo que voy haciendo y celebro desde la tribuna el espectáculo que voy dando. Le cuento lo que sucede a la multitud que me ve conducir aquel vehículo de carreras por la difícil pista. Doy mis opiniones como experto periodista de carreras de autos. Aliento desde la tribuna a los pilotos mientras llamo a un chico que vende golosinas. Vendo golosinas recién preparadas por mi abuela.
Recuerdo que pasaba de un juego a otro sin inmutarme. Recuerdo que el mundo mismo era mi juego. Yo sabía que alguien me miraba jugar, pero nunca me importó quién fuera. Los niños serán inmunes al paso del tiempo hasta que el mundo exista.