El sueño del celta: ambigüedad de una denuncia. PABLO MONTOYA

El sueño del celta sigue, de algún modo y tardíamente, la línea de los libros trascendentales que se escribieron a principios del siglo XX y que, en su momento, tuvieron el efecto de una bomba sobre los burgueses imperios de Europa. Mientras que el provocado por la novela de Vargas Llosa es un éxito más del espectáculo editorial que él representa con amplitud.

Mario Vargas Llosa. (Foto tomada de rafaelnarbona.es).
Mario Vargas Llosa. (Foto tomada de rafaelnarbona.es).

Por: Pablo Montoya

“Una inmensa queja me habita”, escribió André Gide cuando viajaba por el Congo y veía el desafuero planear, obsceno y arrogante, por todas partes de su itinerario. La frase de Gide remite a los escritos que Roger Casement publicó, años antes, sobre su viaje a la misma región. Casement había sido enviado por el gobierno del Reino Unido para que hiciera un informe sobre los estragos cometidos por Leopoldo II en las caucheras de esa región del África. El efecto de sus denuncias puso en tela de juicio y tambaleó el poder imperialista belga, pero no disminuyó el francés. Entre 1903, año en que se publica el informe de  Casement, y 1927, año en que se aparece el libro de Gide sobre el Congo, poco, en realidad, había cambiado. O quizás sí: los modos de opresión se modernizaron y el saqueo se hizo más sistemático. Pero el fondo de la injusticia era la misma: aprovechar la riqueza de esas tierras al precio de la muerte de miles de nativos. Aunque los gobiernos europeos endulzaban la píldora diciendo que el precio de la civilización era arduo y que, en todo caso, lo que se llevaba a los negros era la libertad, el progreso y la democracia, esos grandes, aunque sería mejor decir turbios, logros de la civilización occidental.

Roger Casement es uno de esos hombres que, sin ser escritor, terminó ocupando un lugar alto en la historia de las luchas por los derechos humanos de los más oprimidos. Sus informes sobre las caucheras del Congo y las del Amazonas están en la misma línea de lo que Zola hizo con el Yo acuso, Víctor Hugo con la prohibición de la condena a muerte y Voltaire con el caso Calas. Casement se apropió de la divisa que el propio Gide establece en su Tratado de Narciso de 1891: la función del escritor es denunciar, agitar, incomodar, protestar. Tal credo, en realidad, no ha pasado de moda. Ante la voracidad de las democracias de ahora una de las cosas que debería hacer quien escribe es alarmar a los lectores, imbuidos generalmente en la estupidez del confort y en la amnesia de su hastío, de las ignominias que siempre dejan tras de sí los poderosos.

Pareciera que El sueño del celta de Mario Vargas Llosa, que cuenta con prolijidad de detalles la vida de Casement, estuviese en esta dirección. Y digo “pareciera” porque el carácter de la novela, en esta perspectiva, es ambigua. Vargas Llosa se dedica a lo largo de casi quinientas páginas a registrar, con un rigor soportado en una investigación inmensa, los avatares de este irlandés que vivió en medio del escándalo de las denuncias. Primero fueron las del Congo, luego las del Amazonas y después las de Irlanda, en cuya historia de liberación nacional del yugo británico Casement es considerado como un héroe. Además, para agregar un toque más y nada desdeñable en esta existencia turbulenta, Casement fue homosexual. Pero a diferencia de Gide, que también lo fue pero abiertamente, la homosexualidad de Casement estuvo oculta y por ello fue más perversa y dolorosa.

Casement representa, sin duda, el lado justo y valiente de una civilización hipócrita y cruel. A su  modo, él fue como una especie de Bartolomé de las Casas del siglo XX, que también se atrevió a mostrar sin ambages las catástrofes cometidas por España en su conquista de América en el siglo XVI. Con todo, Casement, al menos el que recrea Vargas Llosa, jamás pone en tela de juicio los valores altos de su civilización. Mejor dicho, para él –y lo mismo pensaba, guardando las diferencias otorgadas por las épocas, el fraile dominico- había que hacer una colonización pero diferente. En el caso de los negros del Congo y los indígenas del Amazonas era necesario seguir con las concesiones del imperio, pero respetando la vida de esas miserables criaturas periféricas y así dignificarlas en su condición de hombres, favoreciéndolas con la comodidad del progreso, la educación de las ideas y la salud derivada de los descubrimientos científicos. Pero observando el panorama que ha dejado, a lo largo de los siglos, el modelo de Europa, esta supuesta colonización civilizada ha sido un fracaso. Es difícil, por no decir imposible, aceptar la bondad de una colonización cuando su esencia misma es el enriquecimiento de unos pocos sobre el despojo de muchos miles. Y es que no ha habido, ni siquiera en las construcciones utópicas, ni en las propias de las de la ciencia ficción, una colonización paradigmática que haya manifestado una faz honorable… Y aquellas que pretendieron serlo, pensemos por ejemplo en las misiones de Vasco de Quiroga en América, se desmoronaron por las presiones de los ambiciosos encomenderos. Incluso, Engels y Marx, esos salvadores de la humanidad, aprobaban de buena gana que a los pueblos amerindios los civilizaran, sin importarles mucho el precio de estas empresas, las naciones más poderosas.

Vargas Llosa trata de hundir el dedo en la llaga colonialista, pero el efecto que produce no es cabal. Su libro no significa un paso adelante en la secuencia aparentemente interminable de las desgracias cometidas por el capitalismo moderno. El sueño del celta sigue, de algún modo y tardíamente, la línea de los libros trascendentales que se escribieron a principios del siglo XX y que, en su momento, tuvieron el efecto de una bomba sobre los burgueses imperios de Europa. Mientras que el provocado por la novela de Vargas Llosa es un éxito más del espectáculo editorial que él representa con amplitud. Además, la tibieza de la denuncia del autor peruano es comprensible: él es uno de los más visibles defensores, en el campo de la literatura, de los valores neoliberales, ha creído desde siempre que el nuestro es el mejor mundo de todos los posibles que se han edificado sobre el planeta, y ha pensado que los indígenas no tienen otra alternativa que acomodarse a las bondades de las sociedades civilizadas de Occidente. Ahora bien, paralelo a este propósito social de la novela, están los aspectos propiamente literarios. Al leer El sueño del celta, se corrobora, sin duda, la sapiencia del escritor que se enfrenta al raudal de la información histórica. Estamos, en cierta medida, ante una novela de las dimensiones de La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo. Pero surge la impresión de que confrontamos también una escritura cansada que ya no provoca mayores sorpresas. En El sueño del celta se presenta, en general, un autor de oficio por el manejo de algunas técnicas narrativas: el logrado equilibrio entre el arduo presente del protagonista, que espera su condena a muerte en una cárcel de Londres, con su pasado riesgoso en el Congo y el Amazonas y sus peripecias en la lucha por la liberación de Irlanda durante la Primera Guerra Mundial. Pero no deja de manifestarse, a su vez, un estilo plano y desmañado poblado de datos y más datos históricos. Solo, en raras ocasiones, verbigracia al final de la novela, en el momento en que las autoridades británicas ejecutan a Casement, aparece el fulgor del novelista.

Por último, hay un lado llamativo en la vida de Casement: su homosexualidad. En este campo, Vargas Llosa tampoco logra dar un paso adelante. De hecho, el mero tema del homosexualismo en la vida de Casement, daría para una novela aparte. Pero el sueño del celta es una obra ambiciosa y pretende abarcar toda esta existencia. Lo que quiero decir es que si se confrontan los diarios del irlandés, en donde aparecen aquí y allá sus vivencias y fantasías sexuales, y vemos su correlato en El sueño del celta, confirmamos que en sus páginas no hay una indagación certera, profunda, compleja de esta circunstancia del deseo y el amor. En fin, la última “gran” novela de Vargas Llosa suscita una lectura llena de altibajos. Y, sin embargo, a pesar de su escritura grisácea y la información histórica que constriñe y casi aplasta la imaginación del artista, las vivencias de Roger Casement terminan atrapando al lector y dejándole la impresión de que la trágica hermosura del mundo humano reside en el devenir de sus pocas existencias ejemplares.

Pablo Montoya

Envigado, 6 de marzo de 2015


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Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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