
El mundo es tan grande que es imposible llegar a conocerlo por completo. Y cuando digo imposible digo improbable, y con conocerlo quiero decir reconocerlo. Uno se sorprende de atravesar por primera vez una frontera, de oír una nueva lengua, de ver que el mundo no es como siempre lo vio, de ver que la memoria prefiere aprender que recordar. Uno se sorprende con lo nuevo, con lo que lo insta a definir, a responder. Uno se sorprende con las preguntas simples y valientes. Uno se sorprende cuando descubre que es el otro y que los demás son uno. Lo de sorprenderse con lo pasado, o hasta alegrarse con ello, queda para los que no necesitan pies para caminar ni espectadores para contar una historia.
En el horizonte hay un gigante misterioso que se traga al sol en la tarde y lo regurgita en la mañana. Dice una vieja leyenda que solamente los marineros expertos llegan a conocerlo. Dice también que no se tienen registros de su rostro ni de su voz porque, además de perder el habla, quienes lo ven y no mueren de súbito, enceguecen para siempre y divagan en altamar hasta morir de viejos o tragados por sí mismos. El horizonte en mención no siempre está tan lejos como cuando vemos desde la playa, no siempre es horizontal ni siempre está delante de nosotros. Algunas veces, la mayoría de veces, el horizonte es el ojo más próximo o la mano que nos acaricia. El horizonte, por tanto, es ese monstruo invisible que todos vemos cuando no miramos nada.
El ser humano es tan hondo que es imposible llegar a conocerlo por completo. Y ni qué decir de nuestro propio fondo, donde saben exactamente cómo paralizarnos de miedo con solo mover un dedo, pestañear o tararear una canción.