El Bien absoluto: breviario sobrenatural o curso intensivo de parapsicología y magia blanca para el arte de amar y los hechizos del enamoramiento. Dramaturgia de César Salazar. Actuación de Edward Argüelles. Cicuta Teatro, SALAestrecha, Pereira, marzo de 2015.

Por: Camilo Alzate
Digamos que hay un teatro hecho para ganar premios, becas y concursos, un teatro exitoso, triunfador, de farandulitas con brillantinas. Digamos que hay otro pensado para la trascendencia, las causas imprescindibles y los discursos universales o universalistas (o como se diga), un teatro convencido de sus alcances aunque no triunfe nunca, ni lo pretenda, ni busque figurar, o figure por accidente. Digamos que hay un teatro actuado para exorcizar demonios y rehabilitar actores, más psicoanálisis que representación, un teatro terapia de adictos al teatro. Digamos, por último, que hay un teatro elaborado para una alcoba angosta y sofocante de tres metros de frente por seis o siete de fondo, con un baño a la izquierda, un recinto, una mesa, una ventana allá atrás y una docena de espectadores que no suelen ir al teatro.
A ese último y muy peculiar género pertenece El Bien absoluto: breviario sobrenatural, monólogo escrito por César Salazar que interpreta Edward Argüelles. Es una pieza de sastre, confeccionada a la medida (literal) del reducido espacio de su sala, y a la medida de la detestable pedantería de matón de secundaria del actor, que fue ─nadie lo ignora─ el fanfarrón adolescente de su clase.
Pero cuidado, porque las limitaciones, las estrecheces y la autoflagelación, que para los mediocres sirven de eterna disculpa, acá operan en sentido contrario: ofrecen infinitas posibilidades, como un reto a abatirse más lejos, y así, tropezar con gracia. De eso se trata la trama, del fracaso, del abatimiento.
Levi-Tzu es un mentalista y parapsicólogo. Viene a instruirnos sobre los secretos del anzuelo del amor. Está inspirado en cierto profesor Levi, que en los muy místicos tiempos de Efraín González, Sangre Negra y Desquite, escribía artículos esotéricos en algún diario de Pereira, suceso verídico del que puede dar fe mi amiga Amparo Duque. La charla desarrolla una naturalidad tan angustiosa, tan insoportable, una comunión incestuosa entre el personaje, nosotros y la mala leche del actor, que se irá derrumbando cuando Levi (o Edward, no lo tengo muy claro) vacila inseguro ante el público. No debería revelar esta infidencia: en cierta función importante, dicha comunión logró tal intensidad que el curtido actor olvidó el parlamento y se negó a continuar, mientras el director lo obligaba a empujones a volver al escenario. La obra sobre el derrumbamiento se desmoronaba. ¿Se quiere una paradoja más cruel? Si es que la trama justo es esa: un pretensioso conferencista incapaz de sobrellevar su egocéntrica conferencia. Dicen que Shakespeare practicaba el teatro dentro del teatro. Esto vendría a ser el teatro fuera del teatro dentro del teatro.
Como atisbamos desde el título (El Bien absoluto: breviario sobrenatural o curso intensivo de parapsicología y magia blanca para el arte de amar y los hechizos del enamoramiento, los secretos del anzuelo del amor) acá se va a derrochar una hora de retahíla que no dice nada, o casi nada. No obstante, encanta, hipnotiza, emboba en medio de la fascinación embaucada. El largo y ensortijado monólogo trae una delicia añadida, incorpora a la retórica del adivino y curandero de cuchitril, con suma destreza, la labia frondosa del culebrero paisa, tan cara a nuestros afectos. No omite la esencia profunda del culebrero, que es precisamente no tener ninguna esencia, dar giros y volteretas entre palabrejas que encandilan sin decir nada en realidad, discursos envolventes que hipnotizan bajo el vacío absoluto y la ausencia de sentido.
Creo yo que los culebreros fueron los primeros cultores del teatro absurdo. La sutil diferencia es que la obra consigue fascinar sin necesidad de sacar a escena el carriel ni la culebra (un logro notable), en un espacio claustrofóbico que otorga un carácter insospechado, paranoico, neurótico, tensionante, de atmósfera enferma, casi como de película de Polanski. De sobra es sabido que el culebrero, en cambio, es animal de plaza pública y espacio abierto.
Así se va revolviendo en la pócima el esoterismo con el corte de franela, la vanidad con el desplome del personaje, la extrema seguridad de sí mismo con la vacilación, el humor relajado con la estresante tensión de la escena, el ambiente costumbrista de época con un público que normalmente no conoce ninguno de aquellos referentes. Es decir, una representación enigmática pero transparente, fractal y embarazosa, como las recetas que dispensa.
Si esta obra fascinante que no dice nada pero revela demasiado pudiera apreciarse como un Ars Poética, o como un decálogo de los que gustan a los cuentistas, o como un aforismo, yo diría que es condensación de la frustración, oda a la derrota, elegía del derrumbamiento, en últimas, una perfecta declaración de principios de su autor. Una representación pensada como fracaso en sentido puro, absoluto. O un fracaso magistral, mejor dicho.
Camilo Alzate – @camilagroso.