
Por: Azriel Bibliowicz*
Ante todo quiero agradecerle a los organizadores de este I Encuentro de Creación Literaria y Escritura Creativa de las Américas, y a las instituciones que colaboraron e hicieron posible este evento así como a Alejandra Jaramillo de la Universidad Nacional de Colombia y Roberto Burgos Cantor de la Universidad Central, por haberme invitado a dirigirles la palabra en esta ocasión.
Cuando recibí la noticia que pensaban hacernos un homenaje a Isaías Peña y a mí, confieso que me generó cierta perplejidad. Por un lado, me acompañó ese sentimiento de gratitud que nos embarga cuando la diosa de la fortuna nos sonríe por algo que hicimos, pero que considerábamos una necesidad y por ello, por el otro lado, sorprende que esta labor se reconozca y de pronto se pondere.
Ahora bien, cuando trabajé en la elaboración de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional consideré necesario que este programa perteneciera a la Facultad de Artes, porque ante todo entendía que literatura debía comprenderse como un arte y por ello luché para que la poesía fuese una de sus líneas de estudio. Por cierto, el tema que quisiera abordar esta tarde es el de la escritura como arte y el papel de la poesía para acercarse a este propósito. En otras palabras, quiero referirme a la palabra renovada o como diría Jorge Luis Borges, el lenguaje como creación estética, en donde cada palabra se transforma en obra poética.
Sin duda, el arte de escribir lo compromete a uno con la investigación y reflexión sobre la palabra. Ahora bien, a cada obra le corresponde un lenguaje específico y tal vez por ello Gustave Flaubert afirmó que el escritor debe escudriñar hasta hallar la palabra exacta, la palabra justa para cada circunstancia.
Todo el que se lanza a la aventura de la escritura como arte sabe que no es una tarea fácil, porque la literatura es ante todo una búsqueda en medio de una bruma llena de inciertos. El arte está cargado de perplejidades, memorias, olvidos, incógnitas, presencias en la ausencia. Y debe ubicarse en la paradójica intersección entre el silencio y la elocuencia, el absurdo, el humor, el lugar donde se vuelve posible lo imposible, así como el terreno en que se le piden peras al olmo. Es a su vez el escenario de los opuestos y las contradicciones, que en primera instancia podrían resultar inadmisibles, pero que convergen, prosperan y nos llevan a mirar la realidad de otra manera. Y habitan sobre todo en las páginas de la poesía como, “la leche negra” o “lo audible en la boca”, o “lo cerca como lo perdido” como diría el poeta Paul Celan o en palabras de Paul Éluard, “La tierra es azul como una naranja”.
Gustave Flaubert en una carta a Louise Colet fechada el 22 de julio de 1852 le decía: “Creo, no obstante, que se le puede dar a la prosa la consistencia del verso. Una buena frase debe ser como un buen verso, incambiable, igual de rítmica y de sonora.”
Flaubert enfatizaba que el talento de escribir consistía en la elección de las palabras y que es la precisión lo que da la fuerza. En últimas pedía que todo escritor pensara como poeta.
Ahora bien, cuando nos ubicamos en el terreno del arte debemos recordar que las reglas, las normas, los principios y aun el conocimiento adquirido, resultan insuficientes, porque para que una obra sea artística debe intentar caminar sobre la faz del abismo.
Y por ello si bien el escritor ansía que sus frases encuentren la precisión y la palabra justa, también debe encontrar las ambivalencias y resonancias que anidan en ellas. Es parte de la naturaleza contradictoria del arte.
El escritor comprometido con la poesía y la escritura sabe que siempre empezará en cero. Más aun, cuando se inicia una nueva obra, ni siquiera se comienza en cero sino en menos uno, porque lo que hicimos anteriormente no nos sirve. No se puede caer en la trampa de repetirse a sí mismo o creer que “el arte es hacer lo mismo de una manera distinta”, como lo expresó hace unos días un reconocido pintor en la prensa colombiana.
Estoy seguro que todos los escritores hemos oído alguna vez la frase, “usted, con la experiencia que tiene, le queda muy fácil escribir. ¿De qué se preocupa?”
Pero, por eso mismo, debe uno preocuparse: El gran pecado radica en hacer más de lo mismo. Picasso en una ocasión afirmó con el delicioso descaro que lo caracterizaba, que a él no lo inquietaba copiar a nadie, pero le preocupaba copiarse a sí mismo.
La literatura hoy más que nunca nos obliga a pensar como poetas, y aceptar la responsabilidad que conlleva dicha labor en nuestros días.
El filósofo Jacques Rancière hablando de la novela nos explica que: “tiene la obligación de re-poetizar al mundo, que ha perdido su carácter poético.”

Gabriel García Márquez, quién fue nuestro gran prosista, afirmó: «En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte.»
El escritor y filósofo Alan Badiou, refiriéndose a los dilemas y dificultades que padece la palabra en la actualidad, afirma que ante la obscenidad de exhibirlo todo, que todo se debe mostrar o que toda opinión es válida y que el espectáculo y la encuesta dominan el entorno, el poema necesariamente se transforma en el guardián de la decencia de la palabra.” O lo que Jacques Lacan denominó: “la ética del buen decir”.
Por ello, el gran reto del escritor, si se asume como artista, es el de acercarse a ese terreno esquivo de la poesía.
El filósofo Jean Luc Nancy nos enseña que el papel de la poesía es articular el sentido, de manera exacta y absoluta. Pero el sentido es un valor que nos lleva más allá, un exceso del ser en relación al ser mismo. Y el gran dilema radica en cómo acceder a ese exceso y entregarse a él. De ahí que la dificultad de la poesía resida en la resistencia frente a nuestros esfuerzos de contenerla, pero es a partir de la misma dificultad lo que hace que surja la poesía. Nancy insiste que “la poesía se siente a gusto con lo extremo, con lo difícil, lo absolutamente difícil.”
Hay que tener siempre en cuenta que cuando se inicia una nueva obra se está ante el terreno de lo incierto, y es fundamental enfrentarse a lo imposible, porque extrañamente son las imposibilidades las que nos acercan al arte y las que definen en últimas el proceso creativo. No es casual que Jacques Derrida nos diga que el artista solo debe hacer lo que es imposible. En palabras de Derrida: “Esa debería ser la regla: hacer lo que es imposible.”
La literatura se acerca al arte, cuando se abre a lo imposible. O como lo expresa también Derrida: “ la obra de arte comienza por lo imposible, no con lo imposible, no como una búsqueda inicial que plantea interrogantes que se juzgan imposibles, sino que lo imposible lanza y sacude la obra de arte hacia la acción.”
Permítanme continuar con esta idea, citando un verso de otro filósofo, pero quien a su vez era poeta y escribía bajo el seudónimo de Johannes de Sileto: Me refiero a Soren Kierkegaard. En palabras de Johannes de Sileto nos dice:
“Cada uno se engrandeció en proporción con sus expectativas.
Uno se volvió grandioso por su expectativa de lo posible,
Otro por su expectativa de lo eterno;
pero aquel que tuvo como expectativa lo imposible,
terminó por ser el más grande de todos.”
Ahora bien, uno de los escritores que confrontó este dilema de manera radical fue Franz Kafka. En sus Diarios, el 13 de diciembre 1914, nos cuenta que le explicó a Max Brod, que en su lecho de muerte, si el sufrimiento no era muy grande, iba a estar contento y que lo mejor que había escrito estaba basado en esa capacidad de “morir contento”.
Maurice Blanchot elabora esta idea de Kafka, diciéndonos que no se puede escribir a menos que uno sea su propio amo ante la muerte y que logre instaurar una relación de igual con ella. No es casual que Kafka sostenga que el arte es una relación con la muerte. Pero, ¿por qué la muerte? La muerte es el extremo. Y quién incluye la muerte en todo lo que elabora, se controla a sí mismo de manera extrema, llegando a los límites de su capacidad, e intenta lo imposible. El arte radica en la conquista del momento supremo. Sólo así, el escritor logra que en la escritura sea capaz de morir, y con la escritura anticipa su relación con la muerte. Los héroes de Kafka actúan en el espacio de la muerte y es en el tiempo indefinido del morir, al cual pertenecen. Kafka supo mirar a los ojos de ese momento supremo y trabajó el tema filosófico de la muerte que abordan todas las artes. La sobria mirada de Kafka, se volvió la marca que lo caracterizaría, a pesar del absurdo y sorprendente humor que anida a lo largo de su obra.

Pero, Kafka no fue el único. A los grandes escritores los caracteriza el que en algún momento abordan este enigmático y delicado tema, y se ven abocados a confrontar lo imposible.
André Gide nos dice que entre las razones que lo llevaron a escribir, la más importante y secreta era proteger algo de la muerte. El escritor debe consagrarse a la supervivencia de la obra, este es el motivo fundamental que mantiene al artista en su misión. O como diría Marcel Proust, es lo que transforma la muerte en menos amarga, menos carente de gloria y tal vez menos probable.
También es cierto que al acercarse al extremo se enfrentará a múltiples enigmas o lo que los ingleses han caracterizado como lo “uncanny”, que termina por ser una característica del arte. El término “uncanny” es difícil de traducir con exactitud ya que el paisaje de la palabra es extenso y se refiere a lo extraño, asombroso, desviado, excepcional, enigmático y misterioso. No creo que fuera una casualidad que el escritor que transformó la novela en el siglo XX, y hablo de James Joyce, haya llenado de lo “uncanny” su obra cargada de enigmas y rompecabezas para acercarse a lo imposible. Y todo aquel que se aventura a entrar a sus páginas y a sus dificultades narrativas y poéticas, encontrará más de un tesoro escondido.
Jacques Derrida define la fe en el arte como un sí que se repite. Una afirmación general que retorna cuando hemos logrado tocar lo imposible, porque esta afirmación también abre las puertas de lo inesperado, como lo vemos en el Ulises de Joyce cuando Molly termina su oceánico monólogo, repitiendo un sí, sí, que en últimas, en medio de todas las ambivalencias y dolores frente a lo inconcebible, nos devuelve la esperanza.
Vale la pena señalar que los héroes griegos siempre buscaron conquistar lo extraño, lo extremo e insólito. Y no es casual que el mito griego que invoca la relación entre el artista, el arte y su intento por conquistar lo imposible sea el de Orfeo y Eurídice. Permítanme recordar por un momento este mito.
En algunas versiones Orfeo es hijo de Apolo, dios de las artes, quién le entregó la lira. Calíope, la regente de las musas, le enseñó a tocarla, para que con su dulce canto pudiese domar a los animales, hacer que los árboles se inclinaran y las rocas se movieran. Todos cedían ante el encanto de su música y poesía. Pero, los dioses son implacables y a Eurídice la pica una serpiente venenosa y muere. Ante la muerte y el desconsuelo, el amor de Orfeo lo lleva a intentar lo imposible, bajar al Hades a rescatarla y traerla de nuevo al mundo de los vivos. Cuando Orfeo desciende a la morada de los muertos en busca de Eurídice, es el poder del arte el que logra que la noche se abra. Por la fuerza de su canto, la oscuridad de la noche le da la bienvenida.
El propio Hades y Perséfone se conmueven por el amor de Orfeo y le permiten llevársela pero con una condición: ella debe caminar tras él y Orfeo cantar hasta llegar a la frontera que separa a los vivos de los muertos, pero bajo ninguna circunstancia debe voltearse a mirarla. Son los obstáculos y retos que demanda el arte. Y si Orfeo ya había logrado gracias a su arte superar diversos obstáculos, debía ahora confrontar la mayor de las pruebas: vencer sus propias dudas e impaciencia. Pero, la duda e impaciencia lo asechan de manera implacable: ¿Le estarán jugando los dioses una broma? ¿Estará Eurídice detrás de él? Ni Orfeo ni Eurídice deben voltearse, porque para vencer a los dioses del Hades no hay vuelta atrás.
De acuerdo con Rilke, en el arte tampoco debemos mirar atrás sino seguir adelante, decirle sí, aun a la muerte y anticipar su adiós. Si Orfeo mira a Eurídice la pierde para siempre. Pero, no aguanta y da la vuelta. Eurídice se desmaya y muere por segunda vez. Sin duda el mito es doloroso, y si encontramos algún consuelo, quizás esté en la canción de Orfeo que continúa y repite el nombre de la amada, aun después de haberla perdido: “…Eurídice…Eurídice…” El mito, nos señala que en últimas el papel del arte quizás sea preservar el nombre de la amada, aun cuando no su presencia. Y quién no se lanza a lo imposible, como lo hizo Orfeo, ni siquiera logra que el nombre perdure.
Según Maurice Blanchot, la escritura comienza con la mirada de Orfeo, y el escritor, en medio de la incertidumbre, debe aprender a confiar en sí mismo a creer en la escritura misma y no mirar atrás. Si comprendemos que escribir es una exploración y que al cruzar por este terreno encontramos latente el peligro, no debe sorprendernos que el artista viva siempre al borde de la incertidumbre.
Y si la lectura genera seguridades, la escritura indiscutiblemente acarrea inseguridades. Para llegar más allá es necesario partir de lo factible a través de la investigación, con rigor y disciplina y enfrentarse a lo incierto. Es la contradictoria naturaleza del oficio: partir de lo posible para escudriñar lo imposible.
Ahora quisiera hablar de otra gran obra en donde el pensamiento se coloca bajo el imperativo visible de la muerte y cuyas páginas caminan sobre el filo de la navaja. Me refiero a la poesía de Paul Celan.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el poeta se encontró cara a cara con lo incomprensible, lo inaccesible, y en sus palabras, se enfrentó al “lenguaje de la piedra”. Y tengo la impresión que es la experiencia de todo poeta después de pasar por una guerra.
Por ello, no es casual que Nelly Sachs, a quién Celan llama en uno de sus poemas: hermana, también recurra a estas imágenes. Oigamos por un momento a la Sachs:
Se tienden camas para el dolor
las sábanas son su íntimo amigo
luchan con el arcángel
que nunca abandona su invisibilidad
el aliento cargado de piedra busca nuevos caminos
pero la crucificada estrella
vuelve a caer como fruto maduro
sobre la mortaja del dolor—
La obra de poetas como Paul Celan y Nelly Sachs resultan emblemáticas y valiosa para un país como el nuestro sumido en un guerra fratricida por décadas. Para Celan escribir no era un juego, ni un experimento, ni siquiera un trabajo. Escribir, nos dice, significa poner la existencia al límite, empujar hacia las regiones de la mente donde se expone al cambio radical, al otro y su terror, a lo misterioso. Y aquel instante en que la existencia confronta lo intimidatorio y aterrador, cuando la respiración falla, cuando el silencio literalmente (aun cuando sea por un segundo) abraza la muerte, en ese momento, nace el poema. Y nos hala de un ya-no–más- a un volver al aire y a la vida.
Este momento, ese morir en vida, cuando nos quitan el aire, y sin embargo torna y retorna para Celan es un “Utemwende” o cambio de aliento. Esta palabra crucial, acuñada por el poeta, se transformará en el título de uno de sus libros. Nos dice Celan:
De pie, en la sombra
de la cicatriz en el aire.
De pie-para-nada-y-para-nadie.
Irreconocible,
sólo para
ti.
Con todo lo que pudiese contener,
aun sin
lenguaje.
Celan comprendió cómo el lenguaje, en últimas, es un ente frágil, sensible y susceptible a padecer los golpes ocasionados por las mentiras, los odios y la violencia. Y tal vez él lo comprendió en toda su dimensión porque cuando lo perdió todo, cuando la guerra lo despojó de toda pertenencia, lo único que le quedaba, ante las ausencias, era el lenguaje. Pero, un lenguaje lastimado, un alemán anquilosado por los slogans y clichés de los discursos del Tercer Reich. Sin duda era el idioma de sus verdugos, pero también el suyo. Y aun cuando Celan pudo haber escrito en otra lengua, al fin y al cabo era poliglota y hablaba francés, rumano, ruso, inglés y alemán, y fue además un maravilloso traductor de grandes poetas como Osip Mandelstram, Apollinaire, Shakespeare y Emily Dickinson, se aferró a su lengua materna porque a pesar de ser la de sus victimarios, también era la suya y no se la podían robar sus perseguidores.
Celan nació en Czernowitz-Rumania, cuando esta ciudad pertenecía al Imperio Austro-húngaro. Sus padres fueron judíos alemanes y lo único que les quedó de la cultura con que se habían criado fue el lenguaje. Y ese lenguaje, adobado por grandes intelectuales y filósofos, se encontró ante el vacío y con la falta total de respuestas después de Auschwitz. Fue el lenguaje, el que a través de un terrible enmudecimiento, tuvo que pasar por las mil y un tinieblas del discurso asesino. Fue ese mismo lenguaje el que atravesó a Celan y este nos dice que no tuvo palabras para expresar lo que experimentó, pero no obstante, el lenguaje, lo cruzó, lo recorrió y pudo ver la luz del día “enriquecido por lo que había experimentado”.
Para Celan el lenguaje, producto de la experiencia, siempre cruza, está en camino en busca de algo inmaterial pero a la vez terrenal, algo circular, que vuelve sobre sí mismo a través de ambos polos y atraviesa incluso sobre los tropos y trópicos. Para Celan la lengua es un meridiano. Pero, entonces. ¿Cuál es el camino a seguir? El propio poeta nos responde: “Apóyate en las inconsistencias”.
Nos dice que cuando hablamos de esta manera estamos siempre preguntando por un de dónde y un hacia dónde y son preguntas que quedan abiertas, que no llegan nunca a su fin, que apuntan hacia un espacio abierto, vacío y libre; y estamos fuera, lejos. Por ello, todo poema debe buscar, ese lugar indescifrable.
Y aun cuando Celan revitalizó el alemán, lo puso a tartamudear, demostrando que ante su recorrido este no podía sino dudar, trastrabillar de aquí en adelante.
“Atemwende”, un cambio de aliento, donde inhalar y exhalar, nos lleva a encontrarnos tanto con el aire como su ausencia. El lenguaje es un respirar y la vida tanto dirección como destino y el poema que nos quita el aire, sin embargo, nos lo devuelve y permite vivir.
En Colombia necesitamos, sin duda, un cambio de aliento. Mirar de frente la realidad, remover las máscaras y confiar en los misterios de la poesía, que como diría Stéphane Mallarmé es, “la música de su propio silencio, el guardián de la propia delicadeza.”
Debemos comprender que sólo la capacidad enigmática de la poesía revitaliza nuestro lenguaje, y nos liberará de la noche carente de sueños.
Azriel Bibliowicz, Bogotá, marzo 2015.
Discurso cedido por el autor a Literariedad.
BIBLIOGRAFÍA.
―Alain Badiou. The Age of the Poets. London: Verso. 2014
—Jorge Luis Borges. Arte Poética: seis conferencias. Barcelona: Editorial Crítica. 2001
―Maurice Blanchot. The Space of Literature. Lincoln: University of Nebraska Press.1982.
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—Jacques Rancière. The Flesh of Words: The Politics of Writing.Stanford: Stanford University Press. 2004.
—Nelly Sachs. Glowing Enigmas. Portland: Tavern Books. 2013.
*Azriel Bibliowicz
Nació en Bogotá en 1949. Estudió sociología en la Universidad Nacional de Colombia. Obtuvo su Ph.D. en la Universidad de Cornell (Estados Unidos) en 1979. Ha sido profesor visitante y conferencista en sociología y literatura en universidades de Estados Unidos y Europa.
Fue columnista de El Espectador. En 1981 recibió el premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Desde 1983 ha estado vinculado a la Universidad Nacional de Colombia. En el 2004 le otorgaron la Medalla al Mérito Académico. Fue profesor fundador de la Escuela de Cine y Televisión. También gestor, fundador y director de la Maestría en Escrituras Creativas hasta el 2012.
Sus obras incluyen El rumor del astracán (1991) con cuatro ediciones. Sobre la faz del abismo (2002). Flaubert: historia de una cama (2004), la compilación de los Seminarios y talleres con invitados internacionales de la Maestría en Escrituras Creativas (2012), y Migas de pan (2013). Algunos de sus cuentos han sido traducidos al inglés, alemán e italiano. (Biografía: alfaguara.com.co).