
Por: Pablo Montoya
Una novela sobre el crimen y su memoria en la Guatemala del siglo XX. El tema es ambicioso y exigiría una documentación de mamotreto, en caso de que el poder estatal y su censura lo permitiesen. El formato novelesco precisaría de algo semejante a una inmensa bodega ramificada en laberínticos archivos. El escritor que se enfrenta a este tipo de empresas tendría como necesarios antecedentes, entre otros, El proceso de Kafka, Dr. Faustus de Mann, Vida y destino de Grosman, 2066 de Bolaño. Estas novelas, de algún modo, confrontan las infamias de una época signada por la represión militar y policiva, o por eso que se denomina el mal histórico.
Con El material humano de Rodrigo Rey Rosa se está ante un espectáculo parecido, pero ante una aproximación distinta. Frente a los fantasmas atroces que hay en el Archivo Policial guatemalteco, desde los tiempos del General Ubico hasta la guerra entre gobierno y guerrillas comunistas, el escritor asume el apunte, o la nota de diario. Ante la totalidad de un fenómeno, y este es tremendamente complejo, el arte se apoya en el fragmento. La novela de Rey Rosa se acerca y pretende descifrar un cúmulo de datos escabrosos (asesinatos, torturas, desapariciones, secuestros, complots) que corresponden a unas historias que, por órdenes supremas, deben permanecer ocultas o envueltas en un saludable anonimato. Es como si se creyera que esas aguas podridas, que guardan el Archivo, no pueden desbordarse para el bien de la sociedad guatemalteca. Como si se planteara, una vez más, que el crimen debe permanecer oculto para el bien de todos. Ignominioso pretexto que hace de las democracias neoliberales y el pasado que las antecede una temible cloaca.
Un narrador, alter ego del mismo escritor, intenta en El material humano nombrar ese cauce espeso del mal, pero se va dando cuenta, en la medida en que avanzan los apuntes de sus libretas, de lo imposible del propósito. Ello es motivado, en parte, por la censura que también se cierne sobre él, y en parte porque se siente incapaz de plasmar la expresión más o menos cabal de ese horror. Hay, pues, una coherencia entre lo que siente el narrador y lo que se lee. Material desvaído, apenas difuminos, huellas literarias que no logran atrapar la esencia de la infamia.
Luego de las arquitecturas novelísticas del boom latinoamericano que, por ejemplo, se enfrentaron a los excesos barrocos de los militares, para crear los hitos de la novela de la dictadura (El recurso del método de Carpentier, El otoño del patriarca de García Márquez, Yo el supremo de Roa Bastos y La fiesta del chivo de Vargas Llosa), la novela latinoamericana, en su versión más contemporánea, se aleja de estos modelos, y opta por el boceto. Rey Rosa, al ampararse en notas secas, breves, despojadas de retórica denunciadora y ajena a cualquier atisbo moral o ético grandilocuente, provoca un resultado: una suerte de desdibujamiento del pasado criminal que impregna el presente del narrador. Este tipo de bruma, para unos, acrecienta la desgracia humana. Para otros, la minimiza. Y es posible que aquí resida el meollo polémico que propone este libro de quien es uno de los autores más reconocidos de la literatura centroamericana actual.
El material Humano, en realidad, es una novela en proceso. Su esquematismo, que persiste de principio a fin, es decididamente ambiguo. Por un lado, produce el efecto interesante del inacabamiento; pero, por otro, constriñe demasiado los núcleos básicos de lo que es una novela. A fuer de su mecanismo escritural, es decir, de su sequedad narrativa, de su rapidez, de creer que en el carácter del apunte reside su eficacia, El material humano deja en el lector una sensación incómoda de no profundidad. Sus personajes, a diferencia del narrador, no superan su condición de nombres. El permanente esquema somete estos personajes a la oscuridad. Haciendo pensar que esta escritura no logra redimir a las víctimas y, en cambio, las deja hundidas en el limbo asfixiante de una determinada invisibilidad. Hay un arte, siempre lo ha habido, o al menos desde que el hombre escribe sobre los sufrimientos colectivos, cuya pretensión, al hundirse en el pasado, es rescatar esa golpeada humanidad por la crueldad de los militares. Leída la novela de Rey Rosa se comprende que sus logros u objetivos han sido otros.
Estilo y ética se abrazan, sin duda, en esta novela. Pero esto se hace a tropiezos. A la adusta pulcritud de una escritura se enlaza una tibieza ética. Este sería, tal vez, el perfil más seductor de El material humano. Y su coherencia, repito, no podría ser mayor. Pero resulta que hay lectores, y soy uno de ellos, que al ser consciente de que se descenderá a la cima del espanto, pedirán que este riesgo se asuma a condición de que, pese a quedar mancillados, también saldremos liberados de la mancha. Y se sabe que esa liberación es ilusoria como corresponde al arte, pero también catártica. Unos versos de Antonio Gamoneda me vienen a la memoria: “Pálidos judiciales: ¿qué sois, qué sostenéis ante los muros aborrecibles?” Frente a esta pregunta, El material humano se queda a mitad de camino, porque no ha sido capaz de bajar a esas honduras tenebrosas. Y no creo que esto se deba, como lo sugiere continuamente el texto, a la imposibilidad de realizarlo por problemas de censuras estatales o porque el asunto sea inextricable.
La novela, valga la pena recordarlo, transcurre entre la indagación del Archivo Policial y el recuento de lo que vive el narrador mientras hace su investigación. Presionada por el espesor mental de este narrador-escritor, la novela no es que pierda su rumbo, aunque sí impone su impronta ideológica. Muy pronto, aquel empieza ocuparse demasiado de sí mismo y de sus correrías literarias. Su cosmopolitismo vanidoso termina devorando muchas de sus páginas. Hasta tal punto que el lector termina pensando que Rey Rosa ha sucumbido más a su figuración literaria nacional e internacional que a los fantasmas que rastrean sus apuntes. Esta presencia narcisa, y en cierta medida frívola, impide que personajes como Benedicto Tun, el funcionario policial de origen maya; la madre del narrador y sus familiares exiliados o golpeados por el crimen; y el jefe del Archivo se queden en el mero impulso y estén siempre constituidos por el perfil angosto del apunte.
Es posible que la limitación de El material humano se deba a que la novela, como otras que han escrito autores de la generación de Rodrigo Rey Rosa sobre las crueldades de la represión castrense y la respuesta de los movimientos guerrilleros de América Central (pienso, por ejemplo, en la obra de Horacio Castellanos Moya), tome distancia frente a una posición moral o ética frente al conflicto. Alejados de todo bando, reacios siempre a los regímenes militares e igualmente desencantados de la izquierda armada opositora que vieron alguna vez con simpatía, prefieren describir el mal y no ponerle muchos aderezos. La denuncia, en parte, está implícita y la radiografía que se deduce afirmaría que el delito se pavoneó por todas partes en esos años de buscada liberación nacional. Confrontar las tinieblas en que transcurren las sociedades modernas desde la literatura supuso, en buena parte del siglo XX, una actitud reflexiva que conducía, de una manera u otra, a una conclusión o a una postura ética. Pero Rey Rosa y su novela pertenecen, como su estética, a otra tendencia.
Esta presenta, finalmente, al lector un “microcaos” del horror, la palabra la utiliza Rey Rosa en su Introducción, pero el modo en que autor y lector se sumergen en tal coyuntura es exigua. Suspendidos entre una superficialidad de técnica narrativa y una curiosidad lúdica por el crimen generalizado, el lector no logra hundirse en el desgarramiento y el dolor. Al final de la novela, quien narra se da cuenta de lo ingrata que ha sido su tarea. Sabe que su novela sobre el Archivo no se ha realizado por falta de suerte y de fuerzas, y de ella solo quedan los fragmentos que leemos. Sabe también que ha jugado con el fuego y no se ha quemado. El decepcionante vacío de El material humano es la ausencia de esa quemadura.
Pablo Montoya