
Günter Grass, El tambor de hojalata, Editorial Sol 90, Buenos Aires, 2003.
Por: Camilo Alzate
“¡Ocuparán los lugares de la fiesta! ¡Organizarán desfiles con antorchas! ¡Construirán tribunas, llenarán las tribunas y predicarán nuestra perdición desde lo alto de las tribunas! ¡Estad atento, amiguito, a lo que pasará en las tribunas! ¡Tratad siempre de estar sentado en la tribuna, y de no estar jamás de pié ante la tribuna!” Gunter Grass, El tambor de hojalata.
Una interpretación frecuente acerca de Günter Grass nace del error inadmisible de considerar su obra como coletazo del trillado “realismo mágico”, y por extensión, creerlo a él un pupilo aventajado de García Márquez, original, brillante quizá, pero un pupilo más en todo caso. El asunto es que la publicación de El tambor de hojalata en 1959 no sólo es anterior a Cien años de soledad sino a toda la moda del boom latinoamericano, evidente en autores posteriores como Suskind o Rushdie.
En su lugar, las trazas que deja la obra de Grass son cercanas a la exageración Rabelesiana y carnavalesca (descripciones y escenas viscerales, hiperbólicas, personajes deformes y semi-monstruosos, realidades perturbadas y alteradas) combinados con la oscuridad enigmática de Mann en algunos de sus temas y metáforas. Oscar, el pequeño protagonista, va emparentado con el enano de Lakervist, otro prototipo de lo grotesco. Yo prefiero leer El tambor de hojalata como lo que su autor ha asegurado siempre que es: un sano ejercicio de psicoanálisis e introspección, un lavado de culpas, fiascos y dolores.
En esta última línea la novela es fecunda en imágenes desfiguradas, crudas y salvajes, que harían las delicias de la superchería freudiana. Esa muerte de la madre adultera, loca, comiendo pescado obsesivamente, o esa paternidad doble del pequeño Oscar, tan dudosa y tormentosa, que lo eleva al nivel del parricida por omisión (si es que existe algo semejante), o esas prácticas sexuales bufas y aberradas. Por ejemplo el episodio de la página 153, uno no puede más que suponer al pequeño narrador lamiendo los genitales de su abuela:
“¿Quién me toma hoy ya bajo sus faldas? ¿Quién me apaga la luz del día y la de las lámparas? ¿Quién me da el olor de aquella mantequilla amarilla y blanda, ligeramente rancia, que mi abuela apilaba, albergaba y depositaba bajo sus faldas para alimentarme, la que me daba para abrirme el apetito e irme haciendo el gusto?”
Un hermeneuta de verdad encontraría cantidad de alusiones y relaciones entre las ficciones extravagantes de la novela y los hechos infames del nazismo. Esta similitud, ofrecida a través de un prisma oblicuo y trastornado (parafraseo la última entrevista al autor) por eso mismo permite captar mejor aquella locura que fue el Tercer Reich y la segunda guerra mundial. Así, se podría reparar en el peligro que representa el símbolo marcial del tambor (un juguete, una tontería) tocado por un enano insensible y cruel (no, no es Hitler) que logra aterrar multitudes. Podría hallar un soplo de nostalgia romántica en el borracho que toca La internacional con su trompeta, desafiando la hecatombe. Podría comparar el cadáver del caballo, podrido y lleno de anguilas, con los rancios imperios europeos.
Como no soy hermeneuta, sólo comentaré aquel pasaje de la página 480 que me pareció brillante y conmovedor en su momento, por más obvia que resulte la alegoría que contiene. Es el episodio de las cebollas. Los vecinos se reúnen en una extrañísima ceremonia a pelar y picar cebollas. Quitar las siete capas de la cebolla, con cuchillitos sobre tablas con formas de cerdo y de pescado, exprimiendo hasta el último rezumo. Estos son alemanes endurecidos recién terminada la guerra, arrugados por la brutalidad soportada, seres sin lágrimas. “Y por ello” dice el narrador “algún día se designará a nuestro siglo como el siglo sin lágrimas, pese a todos sus sufrimientos, y por ello también precisamente, por razón de esta falta de lágrimas, la gente que disponía de los medios para ello iba al bodegón de las Cebollas de Schmuh […] “Aquí se lloraba. Aquí, por fin, volvíase a llorar. Se lloraba discretamente, o sin reserva, abiertamente. Aquí corrían las lágrimas y lo lavaban todo. Aquí llovía, aquí caía el rocío.”

¿Qué le queda a un pueblo que perdió las lágrimas? Pelando la cebolla fue también como tituló Grass una autobiografía con sabor a confesión casi medio siglo después, polémica por los detalles sobre su incorporación al ejército nazi en las últimas semanas de la guerra. Es imposible no anotar que toda la obra de Grass quiere pelar cebollas: se trata de un ejercicio deliberado y comprometido abordando la demencia que desembocó finalmente en la segunda guerra mundial, desde la posición de los vencidos. Una introspección para forzar al lector centroeuropeo a asomarse a hechos horrorosos donde él mismo o sus padres fueron actores y muchas veces victimarios, apelando al rodeo fantasioso y extravagante, es cierto, pero cruel y brutal al mismo tiempo. Creo que es en esa identificación del sufrimiento personal con la catástrofe de su patria (y nada más que en eso) que El tambor de hojalata tiene algún parecido con ciertas obras de García Márquez.
Magistral que una novela pensada para exorcizar los demonios propios se convierta en terapia de psicoanálisis acercando una nación con su propio pasado. Con su gloriosa vergüenza.
Camilo Alzate – @camilagroso.
Bella entrada, gracias por escribir.