
Cuando me encuentro una moneda en la calle lamento la mala suerte del que la perdió y la conservo hasta que alguien me pregunta si encontré una moneda que perdió. No considero que el infortunio de otro sea todo lo contrario para mí ni nada que se le parezca; no creo que salvarme del rayo que mató a mi vecino sea para celebrar. Es decir, si un terremoto en Nepal, por ejemplo, mata a miles de personas, no le agradezco a nada ni a nadie no haber sido yo el muerto, haber estado lejos, a lo mejor en mi cama tomando café y viendo televisión sino que procuro tratar al mundo con respeto mientras se encuentra ocupado con tanto error, con tanto trabajo que no le pertenece. La suerte está hecha para que se agote, como los manantiales, de manera natural, no gracias a los hombres. La suerte es un bicho pequeño que se encarna en la piel de su dueño, o de su propietario según sea el caso, hasta que llega su hora, o es tiempo de levantarse a trabajar. De nada sirve que las uñas los incomoden o emplear insecticida. La suerte, si quiere, o más bien si debe, se queda en su sitio aunque la sacuda el sismo más fuerte de la historia o aunque intervengan por ella los cuantos oradores existan. Es mi caso: mi suerte se agarra de mí, con pies y manos, y no cae ni por casualidad ni por error, aunque el mundo me haga creer que tuve suerte por no quedar atrapado bajo un edificio.
Hoy en la mañana, de camino al trabajo, tuve la mala suerte de encontrar una moneda. Por suerte la había perdido yo. La recogí resignado, un poco de suerte no le viene mal a la mala suerte.