
Marina Perezagua*
Piel roja
La niña de fuego te llama la gente,
Y te están dejando que mueras de sed
Ay, niña de fuego
(Quintero-León-Quiroga)
Es verano. Pero verano no en un lugar cualquiera, sino allí, donde late el núcleo de todos los veranos. El sol comienza, silencioso, a lastimar con su calor las células, andamios invisibles, ancestrales de toda piel. Los hombros son los primeros en enrojecerse. Pero ella no se da cuenta, entretenida en las explicaciones de un señor que sostiene en la mano una hoja de nopal, un cactus que –también lo ha probado en los últimos días–, sabe delicioso.
El señor le pide que se fije en unos puntitos blancos de la hoja. Ella acerca la cara y escucha: Estos son los huevos de un insecto, la grana cochinilla, que se reproduce en las hojas de este cactus.
Con un palo muy fino, el hombre toma cuidadosamente un huevo y lo pone sobre un papel. Al pincharlo, una mancha roja aparece sobre el blanco. Extiende luego con el mismo palito la mancha, formando un círculo granate. Después pincha la hoja del cactus y extrae una especie de baba, con la que cubre la mancha. Y ahora, dice, para proteger el color, se utiliza esto, el jugo del mismo nopal, que le sirve a la sangre como fijador y secador.
Ella toca con el dedo índice el círculo. Efectivamente, está seco. Retira el dedo como asustada. Quizá vea en el dibujo un espejo que le devuelve su imagen deshidratándose, porque es mediodía, y la temperatura sigue subiendo. Las colitas de los ácidos grasos comienzan a derretirse, las células se mueven con mayor fluidez, espermatozoides escapados, liberados de la carga reproductiva. Pero otras cosas menos amables suceden también. Debido al calor, las membranas se están dañando, y se desmiembran en partes minúsculas, partes que son réplicas de partes de ella misma, multiplicadas y reducidas, infinitesimalmente, y así, sus múltiples senos, sus rodillas, sus tobillos, sólo visibles al microscopio, le corren por dentro como rabos de lagartija que coletean sin encontrar el cuerpo. Es la muerte de la proteína. Y ella no lo sabe, pero apetece el contacto con otra carne, porque el cuerpo encuentra siempre su manera de comunicarse.
El señor saca otra planta, como un cardo. Se llama chicalote, escucha ella, y el hombre comienza también a desangrarlo. La savia es amarilla, y con ésta dibuja, al rededor del círculo grana, los rayos que le faltaban al astro. Sangre animal y sangre vegetal.
Ella mira el círculo, los rayos, y sube un poco la mirada para observar, escondida tras sus gafas de sol, a J., que está enfrente. Les habían presentado el día anterior, y él se ofreció para acompañarla. J. también mira el círculo pintado y, así, no advierte que ella le está mirando, y que le piensa. Pero no le piensa como piensa en todo lo demás, sino
con ese tipo pensamiento
que no es lineal
como la avenida de los muertos,
sino vivo,
circular,
recorriendo una y otra vez el perímetro
de esa circunferencia que enlaza la cola
de los ojos con que ella le mira, con la boca
de los ojos con que él la esquiva.
Dejan al señor repitiendo el mismo dibujo, sentado en una silla a pleno sol. El calor parece no afectar a aquel hombre, carne ignífuga que proyecta en la tierra una sombra alargada como una aguja de reloj que, menos para él, se mueve para todos. Para todos, pero especialmente para ella, que sabe que sólo un día les ha sido dado, y siente el tiempo pasando en el tic tac de un reloj de sol cuya manecilla, esa sombra inasible, no puede agarrar. Es el horror de la sombra, ese contorno que no sabe interpretar los brazos que se abren para acoger a alguien, y en su equivocación proyecta en el muro una cruz por donde nunca pasó, ni pasará, el cuerpo que la salve.
Tengo sed, dice ella. Le pide agua a J. Para entonces ya hace rato que su cuerpo regula el calor mediante la evaporación.
Suda,
pierde sales,
electrolitos.
Bebe menos de lo que necesita, pensando (deseando) que aún les queda mucho recorrido. Y ella, que no ha reparado aún en las quemaduras que el sol le va extendiendo, mucho menos podría saber lo que le ocurre por dentro, esos vasos sanguíneos que se comienzan a dilatar, intentando el riego en las partes más superficiales para devolver la sangre enfriada a los tejidos corporales más profundos. Se pasa la mano por la frente. Quizá esté notando las pisadas marciales de ese ejército de mecanismos microscópicos que se organiza para aliviarle la carga de calor.
J. la lleva a un lugar desde donde, dice, sin tener que subir la voz, pueden ser escuchados desde muy lejos. Desde allí se habría dirigido el jefe emplumado a la masa de súbditos. Para comprobar esa acústica extraordinaria, ella susurra algo a J.:
¿Puedes oírme?
Nada. J. no la oye. Pero una silueta lejana que camina en el mismo instante hacia el horizonte del valle parece girarse. Extraño es aquel lugar, donde la cercanía se protege de sí misma con ese opérculo (puerta orgánica) tras el cual se retrae la caracola marina; esa tapa que, teniendo forma de oreja, es sorda, y ciega los oídos del molusco en su concha. Y lo aísla.
El sol sigue apretando, y cada vez más fuerte, y el sistema inmune sigue enunciando su respuesta biológica mediante el enrojecimiento.
Pero es ésta una cadena de sordos:
J. no la oye a ella,
como tampoco ella oye ese proceso
que les destruye
por dentro,
ese fatal chasquido que sufre
el ARN de sus células.
Nadie oye nada.
Están demasiado cerca.
No le resulta tan duro subir los escalones de la pirámide más alta. Mucho menos duro de lo que le habían advertido. En algunos tramos la gente descansa, acaso no todos por falta de fuerzas, sino por ese desánimo que cada vez que ellos o sus padres o los padres de sus padres han nombrado en sus largas o cortas vidas se ha ido acumulando como el polvo, y transmite, de generación en generación esa genética del desaliento, un boca en boca que va pasando esa desgana que afloja las piernas, la voluntad, la palabra.
Subir no le ha sido difícil, pero sí lo es ver que en la cúspide no puede extender la mirada más allá de la gente. Un grupo de muchas personas levanta los brazos en torno a un predicador. El rojo que antes le marcaba sólo los hombros ha comenzado a bajar hacia arriba, a subir hacia abajo, ya nada tiene orden, como un incendio que se propaga a capricho del viento.
Ella, todavía, despreocupada, se mueve ajena al hecho de que, por la radiación ultravioleta, las células están liberando su material alterado, haciendo que las células vecinas y sanas inicien una respuesta inflamatoria para deshacerse de aquéllas dañadas por el sol. Aunque aún no siente las lesiones, está visiblemente desconcertada y, por un proceso semejante, también ella quiere liberarse de la gente dañada. Y así le dice a J. que salten una valla. Una valla puesta allí para que los turistas no salgan del redil, de las fronteras de lo seguro, del decorado, de la historia muerta que les han contado. Una valla que insolente separa lo transitable de aquello que puede transitar sobre la carne. Ella insiste: Saltemos. Y saltan. Y ya no tienen que caminar, porque otras cosas caminan sobre ellos. No es gente, porque la gente ha desaparecido tras el salto. Son otras vidas. Son los enormes bloques de piedra pero livianos, son esas plantitas que se agarran discretas a sus zapatos como se agarran, pidiendo tan poco, a la piedra desértica. Es el vértigo de lo verdadero. Es la paz. Es la soledad compartida. Y después del silencio es la risa. Ella se pinta algo en la palma de la mano: “M. y J. se estuvieron riendo aquí, y descansaron”.
Montan en el coche. Ahora sí. Las quemaduras comienzan a escocer, a ambos, aunque a ella, siendo tan blanca, mucho más. En ese espacio cerrado, el calor, la excitación, la sequedad de la piel que urge una crema, o saliva ajena, o tan siquiera una caricia… todo eso, tanta carencia, va sobre ruedas, en un coche torpe que no entiende que debe detenerlos ahí mismo, hidratarlos de urgencia.
En una parada tan sólo se miran y se advierten uno a otro sobre las quemaduras:
Te has quemado, dice J.
Tú también, responde ella.
Cierto que él es moreno prieto, y ella es muy blanca, pero el paso del sol, la masacre celular, la regeneración, no entienden de pigmentación, de género, de la genética individual y, por esta ignorancia, las quemaduras pueden asegurar a cualquier desconocido que se cruce con ellos la bonita coincidencia:
Los dos vienen del mismo sitio,
los dos han estado expuestos,
los dos han andado juntos
y desprotegidos.
Pero un solo día les ha sido dado. Ahora se acerca el final. Y el pensamiento de ella sigue siendo circular como el viento interno de un tornado, que se desplaza sin necesidad de romper la redondez de ese deseo que atrae todo hacia él. Tristemente, el tiempo insiste en su forma, el tiempo sigue siendo lineal como el Miccaohtli, esa calzada de los muertos que apenas hace unas horas los dos han caminado juntos sin saber, o quizá sabiendo, que se llevaban a sí mismos. Dos kilómetros caminando, acalorados, con algo mucho más pesado que un muerto: el peso de la renuncia, el rechazo a un regalo que no se volverá a ofrecer.
Antes de regresar al hotel donde ella se hospeda, beben algo en una lata sin vaso ni mesa ni sillas. Solos ellos dos y dos latas en el banco de una plaza que cierra su perímetro en la primera iglesia de la Nueva España. La única luz del círculo es una farola muy débil, como un cigarrito en la boca de un gigante que se apiada y les abraza. Se acurrucan sin tocarse en el pecho del coloso. Es cálido. Pero ya ha comenzado el silencio, no incómodo por la falta de palabra, sino por el presagio de la glaciación que sucede a toda una era (todo un día) de calor.
Llegan al hotel cabizbajos, como protegiéndose, a destiempo, de un sol en la noche. La inflamación desencadenada duele. El calor ha propagado el deseo hacia aquellas partes que el sol no vio, no tocó, que tampoco ellos se han visto ni acariciado. El calor lo ha calado todo como un líquido en las espaldas, en los labios, en la garganta. Ella pide agua de nuevo. Agua.
Agua para enfriar las quemaduras.
Agua para dividir las aguas de los pechos rojos.
Agua para ahogar la palabra dulce (quédate)
que no ha de ser pronunciada,
porque sólo un día, o eso creen,
les ha sido dado.
Y tanto duele la piel (o el deseo, que es lo mismo) que a la entrada del hotel se abrazan superficialmente, como dos irresponsables, como si no escucharan el grito de las células, que cojas, mancas, ciegas, les piden, les ruegan, un flujo que vuelva a juntar todos los miembros que se despeñaron por los 238 peldaños del sol.
Ya se alejan, anticipando con tristeza cómo las heridas se irán cerrando. Ninguno de los dos utilizará compresas frías, corticoides, antinflamatorios. Para qué. La muerte celular es irreversible. Saben que cuando cicatricen, cuando salgan las ampollas y luego revienten y luego se sequen y luego la piel retome su color de invierno (muy blanco para ella, muy moreno para él), todavía seguirán escociendo.
Marina Perezagua
México, 2014.
* Marina Perezagua nació en Sevilla, España. Licenciada en Historia del Arte por la Universidad de Sevilla. Obtuvo su doctorado en filología en los Estados Unidos y más tarde se convirtió en docente de lengua, literatura, historia y cine hispanoamericanos en la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook. Posteriormente trabajó durante dos años en el Instituto Cervantes de Lyon. Hoy en día trabaja como profesora en la Universidad de Nueva York. Es autora de los libros Criaturas abisales (Los Libros del Lince, 2011) y Leche (Los libros del Lince, 2013).