John M. Coetzee. (Foto tomada de estatico.vozpopuli.com).
Por: Pablo Montoya
Juego a esta suposición. Al viejo Coetzee, célebre escritor de novelas sobre el Apartheid, para satisfacer la curiosidad de alguno de sus nietos, o de alguno de los nietos de sus amigos, decide contarle episodios de la niñez de Jesús adaptada a nuestro tiempo. Imagina, para suscitar la atención del oyente, una forma de introducir a un ser extraordinario en el mundo de los rígidos y maltrechos humanos. Decide crear a un par de inmigrantes: un hombre maduro que podría ser José el carpintero, pero que se llama Simón y es estibador; y un niño que sería Jesús y se llama David. Los dos, que no son padre e hijo pero es como si lo fueran, llegan a un país de habla española que los recibe con las dificultades que los nuevos países reciben a quienes llegan de otro lado en busca de una vida nueva. Deben aprender a hablar español en un campamento y pasan ciertas dificultades para buscar hospedaje, alimentación y trabajo. Coetzee, luego de contar estas vicisitudes en una ciudad llamada Novilla, y al ver que convence a su pequeño interlocutor, decide entonces escribir su última novela y la titula La infancia de Jesús.
Pero ¿qué hay de Jesús en estas páginas? Poco o mucho, según el lector. Sin duda, la excepcionalidad de David, su inteligencia y su sensibilidad imaginativa, así como su rebeldía y su capacidad de atraer la atención de quienes lo conocen, remiten a aquella figura religiosa. En algún momento, cuando David entra a estudiar y suscita el enfado de su profesor de escuela por su precocidad inmanejable, escribe en el tablero: “Soy la verdad”. La nueva madre de David es elegida un poco intuitiva y azarosamente por Simón, que parece actuar como un ángel de la anunciación aunque el niño ya tenga cinco años. Por lo tanto, la nueva madre será desde siempre y para siempre una virgen. Una virgen testaruda y malgeniada con todos, así sea tierna y amorosa con su hijo inesperado. En varios pasajes de la novela se habla de una salvación que pretende David en los otros. Pero nadie en estas coordenadas quiere salvarse, y David no insiste y se enfrasca más bien en sus juegos y fantasías. Finalmente, la huida del niño y sus padres adoptivos, ocasionada porque el sistema escolar de Novilla pretende encerrar a David en un internado para seres difíciles, recuerda la huida de la sagrada familia a Egipto. Una de las singularidades de esta novela es pues que se lee con la idea de relacionar las escenas bíblicas con sus acciones. Pero también puede entenderse como una burla de Coetzee a esta posibilidad intertextual. Porque en el mundo de Coetzee no hay Dios ni dioses, ni redenciones ni milagros ni misterios. Lo que existe es la abrupta y despojada soledad de unos seres humanos que intentan sobrevivir en ámbitos desalmados.
Algo de El principito de Exupéry se desliza en La infancia de Jesús de Coetzee. Inocencia y perspicacia como venidas de otra parte, y el sentido del humor que otorga el contraste entre una manera original de ver el mundo y el de una sociedad aparentemente libre pero que en el fondo es estricta y manipuladora. Y es que el país al que llegan Simón y David posee perfiles de utopía. Por ejemplo, hay un sentido del ahorro y por ningún lado asoma el rasgo consumidor entre sus habitantes. No hay ricos ni pobres, o al menos en la novela no se manifiesta esta malsana oposición con sus nefastas consecuencias de humillación, oprobio y resentimiento. “Todos los que he conocido, dice Simón, son honrados, amables y bienintencionados. Nadie dice palabrotas ni se enfada. Nadie se emborracha.” En ese país nuevo se practica el vegetarianismo (“viven a base de agua, pan y pasta de judías”) y se respeta, por supuesto, a los animales (hay unas granjas u hogares equinos en donde crecen los caballos chicos y mueren los caballos viejos). Hay también un sentido disciplinado del amor, y la sexualidad no causa ni arrebatos ni extravíos. Mejor dicho, las familias se forman basadas más en la amistad que en el amor. La gente estudia y trabaja bajo un orden que poco tiene de moderno y en donde muy pocas máquinas se utilizan. Y los personajes con quienes se encuentran los dos inmigrantes, hasta los más humildes, necios y arrogantes, tienen un discurso filosófico de la existencia humana, se sienten satisfechos de la manera en que viven y les tiene sin cuidado lo que pasa en el mundo de afuera.
Pero tanto Simón como David, desde que llegan a Novilla hasta que logran escapar de ella en busca de una mejor vida, son fallas en este sospechoso sistema de plenitudes sociales. Simón, por un lado, se niega a olvidar su vida pasada, condición que le impone la nueva realidad. Y la rebeldía del niño, por el otro, que no quiere aprender tal como lo exige la escuela, sino de una manera autodidacta. Su convicción de que dos más dos son tres, que los números son existencias azarosas y mágicas y no tienen por qué regirse por rigurosas y matemáticas reglas, y que prefiere tomar como modelo de lectura al Don Quijote y no las cartillas para aprender a leer son, entre otras, las maneras en que esta existencia individual se opone, junto a sus padres, a un régimen que así sea bondadoso en muchos campos, es aplastante por su esencia colectivista y estatal. Es por esta razón, por lo demás, que La infancia de Jesús se ancla en la tradición de las novelas utópicas. Novelas que muy pronto, en la medida que avanza la lectura, lo que van mostrando es una serie de facetas más o menos terribles.
No creo que haya en toda la novelística de Coetzee, una obra tan voluntariamente didáctica como La infancia de Jesús. Y acaso por este perfil es que la calidad de la novela se reduzca bastante si se compara con los grandes libros del escritor de Sudáfrica como Vida y época de Michael K., Esperando a los bárbaros y Desgracia. En La infancia de Jesús hay como un discurso sapiencial, pero desprovisto de sentencias morales o consejos religiosos, en el que temas como la injusticia y la injusticia, el hacer y el deber, la explotación del trabajo y la felicidad humana, la voluntad de vivir y el ejercicio de la memoria, el aprendizaje, el sexo como placer y reproducción, el amor y la muerte van desfilando en medio de conversaciones tan transparentes como profundas. No hay en toda la obra de Coetzee, además, una novela tan enraizada en esta técnica dialogal. Una buena parte de ella está conformada por los diálogos entre Simón y David, es decir, entre un adulto demasiado pedagógico y un niño demasiado curioso. Pero así la novela termine siendo un poco esquemática y monótona, estos frecuentes paliques parecieran concluir, si es que puede hablarse de conclusiones de este tipo en el arte de Coetzee, que es en la práctica de la libertad y la diferencia humana en donde reside la clave de un mínimo de autenticidad, cuando todo lo circundante apunta a la peligrosa obediencia, a la aplastante sumisión, al beato confort.
Pablo Montoya