Setenta días de lluvia – Marina Perezagua

Marina perezagua. (Foto: Desayuno con diamantes I).
Marina perezagua. (Foto: Desayuno con diamantes I).

Setenta días de lluvia

Marina Perezagua *

Amor,

Debo de estar maldita, porque aquí está de nuevo tu presencia sin cuerpo, como una placenta vacía. He despertado otra vez de uno de esos sueños donde sí estabas. Al principio no te veía, pero estabas, como ahora. Eras un estar sin ser ¿y es posible imaginar un estado más doloroso en el amor? Pero al final apareciste. Apareciste naturalmente, como si siempre hubieras sido y sólo mi miopía fuera la culpable de no saber ver la materia de lo transparente. No encontré gafas para eso. Discúlpame.

Tengo que levantarme de la cama. Pero peso, porque aún estoy mojada, y no es extraño, porque he sufrido setenta días de diluvio. Setenta días, amor. Si supieras. El agua había llegado no sólo hasta las cimas de la tierra, sino hasta las alturas del aire y más arriba, hasta el cielo. En el día setenta y uno el agua descansó, porque es muy trabajosa la labor de llover y ser llovido al mismo tiempo. Y siete días más estuvo reposando el agua. No estaba estancada, porque tú sabes mejor que yo que nada se estanca en la amplitud del cielo. Sólo reposaba.

Era duro pero hermoso ver que a los pájaros, único signo de vida, se les cerraban los ojos, adormilados por el vuelo sin pausa. Al no tener donde posarse, se turnaban para descansar las alas sobre un ave amiga, sobre esas plumas también cansadas que luego en justo intercambio sobre ellos descansarían. Pero antes de que el agotamiento impidiera que se siguieran posando los unos sobre los otros, o que el sueño les plegara la alas al cuerpo como el párpado se pliega sobre la córnea, las aguas comenzaron a retirase.

Primero fueron quedando al descubierto, poquito a poco, nuevos estratos del aire, de mayor a menor intensidad en su azul. Y cuando toda el agua llovida, de tan enorme superficie que parecía océano, bajó algunos metros más, se hizo visible un pequeño pico, una mancha marrón. Siguió descendiendo el líquido y el pico fue aumentando de base. Primero su diámetro podía ser abarcado por los dos brazos de una persona, luego por los cuatro brazos de dos personas, luego por los seis brazos de tres personas, y así sucesivamente, hasta llegar a los brazos de Dios.

Lo que en principio parecía ser una simple piedra, aislada, resultó ser la más alta roca en la cima de una montaña, que se fue descubriendo de arriba abajo, a medida que el sol la secaba. Empezaron a brillar como chispas las pequeñas acumulaciones de sales, como aquellas que, cuando buceábamos juntos, yo recogía del espigón salvaje para salar el pescado atravesado por tu arpón. Y el calor tornaba el marrón oscuro en un marrón rojizo, como arcilla que, tan moldeable parecía, tus manos fuertes podrían haber transformado a su imagen y semejanza. La montaña hecha mano, tu palma con esos cinco dedos que supieron sustituir al verbo por la caricia.

Y el agua siguió bajando, y cuando ya el diámetro de la montaña habría necesitado de muchos brazos para ser rodeado, se descubrió, en un enorme saliente, balcón natural con vistas al (todavía) océano, un enorme barco. Era de madera, y por la juntura de sus largas tablas iban saliendo chorros de lluvia almacenada. Las alimañas (no estaban muertas) acudieron alegres a beber, a saltitos, o serpenteando, o a rastras. El primer crujido del barco les erizó a algunas un poco los pelos del lomo, pero cuanto más bebían más tranquilas parecían. Cientos de rabos de zorros, lobos, hienas, lagartos, reposaban o colgaban de los cuerpos serenos, sin señal de alerta ni siquiera cuando del barco salió una pareja de algo. Era una pareja cubierta de una gelatina también rojiza. Y luego salió otra pareja. Y después otra, los pelos pegados, prensados por esa especie de gel orgánico que los cubría a todos. Es el semen de Dios, pensé. Debido a esta envoltura no se podían ver todos sus atributos, pero cada par parecía tener algo en común: su disparidad, como si el arca hubiera salvado de las aguas no a cada pareja de semejantes, sino a cada ser único en sí mismo. No sólo no había una pareja de características similares, sino que ni siquiera había alguien que se pareciera a alguien. Eran cientos, y seguían saliendo, cientos de desiguales.

Cuando parecía que estaban todos fuera, se apartaron la gelatina de los ojos y se miraron. Algunos, dependiendo de la especie, también se olían, y otros se palpaban con sus manos o patas. Parecía que cada uno buscaba a otro en la multitud. Estando todos envueltos por su capullo traslúcido comenzaron a lamerse, para disolverlo. Se lamían para hacerse visibles, audibles, tactibles. Se lamían unos a otros y también a sí mismos. Entonces me vi en la multitud, yo también, lamiendo. Después de haber lamido a decenas te encontré. También tú debías de haber estado tiempo buscando, porque tu lengua me limpiaba la piel despacio, cansada. Nos hicimos visibles, jugosos, suaves. Y cuando todos, no sólo tú y yo, sino todos, estábamos limpios, copulamos con el elegido, que no tenía que ser ni macho ni hembra, ni vivo ni muerto, porque todo se acopla cuando hay diferencia. Aún estoy mojada, pero ya no es el diluvio. Ya puedo levantarme de la cama. Qué importa que tú estés en el cielo y yo en las aguas, si, cuando hay diferencia, todo se acopla como el nido a la rama.

Marina Perezagua
Nueva York, 6 de abril 2014.


* Marina Perezagua nació en Sevilla, España. Licenciada en Historia del Arte por la Universidad de Sevilla. Obtuvo su doctorado en filología en los Estados Unidos y más tarde se convirtió en docente de lengua, literatura, historia y cine hispanoamericanos en la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook. Posteriormente trabajó durante dos años en el Instituto Cervantes de Lyon. Hoy en día trabaja como profesora en la Universidad de Nueva York. Es autora de los libros Criaturas abisales (Los Libros del Lince, 2011) y Leche (Los libros del Lince, 2013).

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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