Entrevista de Camilo Alzate con Rigoberto Gil Montoya en torno a su novela ‘Mi unicornio azul’, ganadora del 32° Premio Nacional de Literatura otorgado por la Universidad de Antioquia.

Por: Camilo Alzate
Le digo a Rigoberto Gil Montoya (La Celia, 1966), quien fue mi profesor de literatura, que voy a entrevistarlo sobre uno de sus últimos libros, Mi unicornio azul, novela ganadora el año pasado en los premios nacionales de cultura de la Universidad de Antioquia. En el fondo, lo que tengo es sed de venganza por esos exámenes interminables de sus cursos, fatigados de preguntas imposibles, y por mandarnos leer al intragable de Moreno Durán. Ahora soy yo el que intentará rajarlo. Esta venganza, pasada con tinto de 6 de la tarde, será dulce.
Empecemos por el final: el narrador busca afanosamente una muchacha que desaparece, como las ilusiones revolucionarias de la Asamblea de Estudiantes. ¿Por qué no explora más ese personaje, sin voz propia en la novela, que es Juliana Trujillo?
Juliana Trujillo es un pretexto, es el objeto del deseo de un tipo que cree poseer un saber y unas garantías al interior de la Universidad, trabaja allí, se siente un gigoló y su intención es muy clara; quiere llevársela a la cama. Finalmente Juliana Trujillo se desvanece entre el caos de la Asamblea. Si se difumina la figura femenina es porque la novela se quiere centrar en el drama de Juanmi, el protagonista, y de todo lo que le pasa, que si me lo preguntan, creo que se lo merece, porque es muy cínico, muy manipulador, demasiado primario. A lo largo del día recibe una lección y finalmente ese objeto del deseo se difumina, de repente aparece un nuevo objeto del deseo. La búsqueda del personaje ausente es más un motivo para que desfilen todas las voces que determinan el cuadro de costumbres del narrador
Yo leo ese “unicornio” que se esfuma como una metáfora de la vida universitaria. Al final los sueños juveniles de coger el mundo entre las manos se esfuman también.
Estoy de acuerdo. Como si la Universidad fuera un estado de ánimo y pertenecer en un momento dado a una corriente ideológica -cualquiera que sea- constituye en una especie de sarampión. A uno le da el sarampión, luego se cura y vuelve a su estado normal. La novela intenta una postura crítica hacia esos discursos que son deleznables, demasiado efímeros. Recuerdo un fragmento de El Cuarteto de Nos que dice algo así “ya tiré piedras y escupitajos al lugar donde ahora trabajo”. La Universidad pareciera un sitio donde todo está permitido, los sueños, las utopías, la rebeldía, el amor por supuesto, las hormonas en toda su ebullición, pero fuera de la Universidad se encuentra la realidad, hay que trabajar, hay que producir, hay que mantener una familia, y se dejan de lado aquellas utopías que en últimas sólo eran discursos. Es lamentable pero es lo que sucede. Recuerdo el caso hace unos años de una beligerante activista estudiantil en la Universidad donde soy profesor, que al semestre siguiente trabajaba para el rector. La novela quiere insistir, de manera crítica, en estas dinámicas que suceden en los claustros.
Una simple sátira del profesor obsesionado con una muchacha contiene un torrente de discursos debajo, en ese sentido la novela es engañosa. No es fácil combinar tantos tópicos: se dialoga con la retórica subversiva de la izquierda, con la historia reciente del país, con las subculturas juveniles, la canción protesta o el cine, o con cantidad de referencias eruditas a propósito de su conocimiento literario. Eso traerá problemas al lector que no logre penetrar las alusiones más referenciales.
La novela es engañosa en el sentido que son engañosas las asambleas estudiantiles: detrás de un discurso aparente hay intereses sindicales, personales, incluso intereses domésticos como los de estudiantes cansados de la academia que encuentran en el paro el momento especial para relajarse y vivir el idilio de la vida universitaria. ¿Qué es una asamblea permanente? Es un after party, y yo celebro que sea eso, es celebrar la juventud, las hormonas, la vida. ¿Pero cómo se celebra? a partir del discurso en una puesta en escena maravillosa. Le soy sincero: pienso en un lector muy inteligente, formado, que tiene relación directa o indirecta con los ámbitos universitarios, capaz de seguir las referencias insertas en el texto. Quizá sea un problema pensarlo de ese modo, con tal sesgo la novela puede ganar pocos lectores agradecidos. Pero me planteo que los personajes, como se construyen, no podrían supeditarse a un público general, no creo que el texto tenga que ser tan neutral como para que lo entienda todo el mundo.
Sin embargo suponemos a menudo que la literatura debe ser capaz de sobrevivir a su contexto y a su época…
Claro, pero pensemos en Cien años de soledad. No es cierto que todos puedan leerla. ¿Quiénes leen El otoño del patriarca? Son muy pocos. En mi caso, la construcción del personaje no pasa por la soberbia erudita, es más bien una mofa, ni siquiera es una erudición auténtica. El protagonista es ese típico sabihondo y presuntuoso que todo lo refuta desde el iPad. Es un personaje superficial, que mezcla un poco de todo porque el escenario mismo, que es un día de asamblea permanente, está obligándolo a eso: las modas juveniles, los intereses personales, la realidad nacional, las ideologías, la herencia de una serie de luchas sindicales, revolucionarias, confluyen en un mismo espacio, así, la fauna universitaria es un despelote. Eso quizá hace que la novela se le caiga a muchos lectores, pero si logran cogerle el ritmo se darán cuenta que esa polifonía es propia de lo que sucede en un segundo de paro estudiantil.
Lo veo muy cerca de Moreno Durán en la erudición y la fina ironía. Lo veo cerca de Bolaño en el desparpajo irreverente y el desdén por la solemnidad. Pero lo veo muy lejano de su primera novela que era laberíntica, críptica, terrible.
Pues me hace caer en cuenta de algo, y es que mi primera novela, El laberinto de las secretas angustias no tiene humor, porque el muchacho que escribió esa novela estaba preocupado seriamente por el drama histórico de la lucha armada y el absurdo que fue la toma al Palacio de Justicia. Ahí se ve lo laberíntico, la cosa kafkiana, esa cosa terrible de un comando guerrillero que se mete al corazón del poder político con arrebatos de locura, o de suicidio, sabiendo que el estamento militar no les va a permitir salir vivos de allí. Y eso fue lo que inspiró a ese muchacho de 24 o 25 años, que se planteó construir esa obra con los recursos que tenía a mano en ese momento, y por eso es muy seria la novela, es solemne, yo hoy me aburro leyéndola…
Yo no me aburrí con ella…
Bueno, pero eso es porque usted es otro muchacho aburrido finalmente. Yo la escribí con los recursos que tenía en ese momento, con mucha seriedad frente a lo que entonces concebía como literatura. De ese muchacho de 24 años a este señor que ya ha buceado por otras escrituras hay un entendimiento: la literatura tiene que ser irónica, tiene que romper lo solemne. La escritura en Colombia es demasiado melancólica, y usted lo sabe, es demasiado reverencial, le falta ese toque del humor y la ironía.
Pero tampoco lo veo cerca del tremendismo antioqueño, digamos, Tejada, Carrasquilla, Efe Gómez, Arango Villegas.
Jamás lo va a encontrar en mi escritura, yo estoy completamente alejado del costumbrismo y creo que es hora de quitarnos ese estigma de que en la región cafetera somos paisas. Soy consciente de que estoy supremamente separado de ese humor. Lo respeto mucho como parte de una tradición arraigada en Colombia pero me considero bien distante de esa tradición.
Es costumbrista en escenarios. Pereira es un personaje de toda su obra. Su primera novela echa cervezas con el famoso don Olmedo que todavía atiende El Rincón Clásico. ¡Plop! vuelve al barrio San Judas donde usted creció. Esta nueva historia no sale de la Universidad Tecnológica, que ha marcado varias generaciones en la ciudad. ¿No teme que lo tomen por parroquial o escritor de provincia?
Estoy convencido que el escritor debe hablar de lo que conoce. Si conozco el campus de la Tecnológica, me interesa crear un espacio familiar a partir de lo que veo. Me cuesta inventar ficciones o imaginar escenarios cogiendo pedazos de aquí y allá. Soy un convencido también que el escritor debe buscar un lugar desde donde hablar. Usted conoce casos de sobra, Pamuk con Estambul, Franco Ramos con Medellín, Mendoza con Bogotá, Vallejo con Antioquia e incluso con un barrio sólo de Medellín. Eso da una identidad. Si bien Pereira aparece en ¡Plop! allí no se llama Pereira sino Nueva Mercedes, siguiendo el juego a una de las obras de Hugo López Martínez. Es un juego literario que más allá del estigma del escritor provinciano, más allá del error de creer que mi idea de mundo es Pereira y nada más, está el convencimiento de que hay que construir espacios pequeños y muy localizados, que son en últimas los de todos los escritores, porque son los de sus afectos.
Para mi gusto, las conversaciones están cargados de referencias eruditas, son voces librescas no muy consistentes con el planteamiento inicial, más espontáneo.
Quizá. Pero resulta que hay gente así. Gente que anda por la vida creyendo que los libros son el epicentro del mundo. Gente capaz de burlarse en la cara de uno recordando el episodio de la página 148 de un escritor inglés fallecido que leyó o está leyendo. Y se burlan de uno sin que uno sepa que se burlan. Cuando usted lee las columnas de Héctor Abad o de William Ospina, los verá hablando con discursos prestados (en el buen sentido), es decir, son seres de libros, seres de ideas, no van a hablar de si las medias están muy costosas o si el cartel del papel higiénico esto y lo otro, no le van a hablar de lo común y corriente en un país sin relacionarlo antes con su experiencia de lectura, con alguna cita, con alguna referencia. Conozco gente que va por el mundo direccionada sólo por la lectura de la Biblia, por ejemplo, y así mismo hay intelectuales que direccionan su vida a raíz de sus lecturas.
No lo había visto desde esa perspectiva, pero es cierto.
Sí, puede sonar muy falso, pero hay personas que, supongamos, le dan palo a uno durante dos horas sobre la importancia de tener perros en casa a partir sólo de referentes y pasajes literarios. Ese tipo de personajes nos parecen artificiales y poco creíbles, pero yo conozco mucha gente así, que va por ahí con un aparato formal en su cabeza y a partir de él asumen una relación con el mundo. Quizá por eso esa relación es torpe, quizá por eso son seres aislados, frustrados, seres librescos, que todo lo han leído.
Precisamente eso me chocaba del protagonista, ese afán de exhibicionismo que muestra con el conocimiento.
Claro. En ese mundo que es la Universidad nos encontramos con seres que son meramente pretenciosos y por lo tanto superficiales. Pero también hay seres con una gran erudición libresca, que son inabordables. No estoy justificando lo que pueden ser falencias de la novela. Creo que una de las falencias es que va a tener muy pocos lectores, porque finalmente, es exigente. Pero desde mi postura como creador soy un convencido que esos personajes librescos que discuten allí, con esa cantidad de niveles discursivos que pueden tornarse complejos, existen en el mundo universitario.
¿No tiene la intuición de que esta novela va a ser mal leída por los universitarios, que además de protagonistas son el público objetivo? Me da la impresión que lo van a crucificar por reaccionario…
Seguramente. Yo parto de una sospecha, los grupos sindicales y los movimientos ideológicos que permean el ámbito universitario carecen por completo del sentido del humor, basta escuchar a Petro, a Robledo, a Aurelio Suárez, para saber que se toman muy en serio el universo entero. Esa ausencia de humor, esa solemnidad, los acerca a la derecha en sus posturas tan radicales, nada les sirve. Partiendo de tal sospecha, quizá la novela no va a ser leída en clave de humor por ese público, sino que van a encontrar más bien a un tipo que se quiere burlar de ellos, que quiere volver trizas desde su postura como escritor lo que ellos se toman muy en serio. Yo diría que ese es el riesgo que estoy corriendo.
Camilo Alzate – @camilagroso.
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