
Tengo muy poco tiempo para escribir las trescientas palabras que compondrán este relato. Tengo los minutos contados y el reloj no se detiene. El reloj no se detiene nunca, ni cuando nos morimos. Me pregunto si cuando estamos muertos el tiempo alcanzará para todo pero, como casi todas las preguntas, la respuesta me la dará el tiempo o alguien muerto.
Por pensar en el tiempo viene a mi memoria una tarde de juegos de mesa con mi madre. Estoy ahí, con unos dados viejos en mi pequeña mano y ella, paciente y sonriente, adivina mis pensamientos y cálculos de guerra antes de dejar salir la suerte de mi puño cerrado. La veo viéndome y esperándome, ya sin afán porque el parto fue hace años y después de eso todo es un poco más fácil, y me olvido por un momento de tirar los dados que, de tanto golpearse el uno con el otro, se desgastan hasta desaparecer. Cuando quiero lanzarlos caen indefensos los tantos los puntos negros y entro en pánico. Mi madre me dice que la suerte está conmigo, que era la cantidad que me faltaba para terminar y ganar el juego. Me felicita y me ofrece comida, ella sabe que jamás rechazo su comida. Mientras ella está en la cocina noto que en mi mano quedó uno de los puntos y que ninguno de los dos lo notó. Sé que de alguna manera hice trampa y gané faltándome un punto pero me silencio porque no creo que el tiempo pueda borrar esa huella de aquella tarde: el tiempo no puede borrar lo imborrable.
Tengo muy poco tiempo para terminar este relato. Así que voy a dejar que ustedes, a su manera, lo terminen por mí: tengo muy poco tiempo para verificar las trescientas palabras que componen este relato.