Fassbinder, la redención de la nostalgia
IV
Juan Guillermo Ramírez
Sé que hay filósofos que han sufrido toda su vida y sin embargo escribieron cosas formidables. Los admiro enormemente, porque yo soy incapaz de concentrarme si me duelen las muelas, o el oído. R.W. Fasbinder.
En la mañana del 10 de junio de 1982, un amigo cercano entró al departamento de Rainer Werner Fassbinder –en un suburbio de Munich- y lo encontró muerto frente a su televisor. Detrás de unas gruesas gafas oscuras de pasta, que devolvían impávidas los destellos frenéticos del aparato, el rostro quieto, impávido de Fassbinder conservaba aún la mirada absorta y feliz de los que viajan en la droga. No había dejado una explicación, ni una breve nota de despedida. Tan sólo aquel reguero de polvos y cubos ácidos en medio del desorden de tanto papel y tanto trapo sobre su colchón. Guiones y vestuario de varias películas que estaba pensando entonces dirigir. Con una buena dosis de ironía y mal humor, aquella última escena de vida habría podido ser la primera de la próxima cinta a producir, esa larga, autobiográfica extenuante, que pensó llamarla Cocaína o Yo soy la felicidad de este mundo. Una historia sobre tres hombres que triunfan en la música rock, tras haberse dedicado sin éxito a llevar una agencia de detectives.
A casi treinta y tres años de su muerte, Fassbinder continúa siendo el máximo exponente de nuevo cine alemán y es su obra una de las más interesantes y prolíficas en la cinematografía mundial. Fassbinder está vivo. Ya vendrán sus compañeros de aventura, Herzog, Wenders, Schlondorff, Kluge, Sternberg, Trotta, Reitz, a regalarnos en atraso las versiones de sus guiones, de sus pequeñas historias teatrales por hacer, de sus innumerables argumentos para la televisión. Ahí están las 43 películas en sus escasos 37 años, prendidas al instante de un recuerdo, como testimonio insobornable que guarda la memoria sobre un cineasta que tuvo siempre muchas frases que decir. Porque Fassbinder era eso, un estupendo narrador, un cuentista prodigioso, un artista que encontró en el cine, a bordo de una cámara, la forma más precisa y más preciosa de contar historias, colgando cada plano en su lugar, poniendo el ojo en el sitio adecuado, tocando el sentimiento, mostrándolo. Joven, genio, homosexual, misógino, cáustico, sentimental, irreverente, afirmó antes de morir: No sé qué hago en este mundo.
Debutante en 1969 con El amor es más frío que la muerte, ese mismo año realizó otros tres filmes: Los dioses de la peste y ¿Por qué corre el señor Amok?, ambas se encuentran inscritas en las dos vertientes cultivadas en el primer bloque de su producción, que se extienden hasta 1971 con Las amargas lágrimas de Petra von Kant, En este prolífico período se centra con vigor en dos esenciales líneas de expresión: una serie de thrillers de árida desnudez y un conjunto de tensos retablos pequeño-burgueses. Al igual que Nora Helmer (1973), Bremer Freiheit (1972), pertenece al grupo de grabaciones en video realizadas por Fassbinder en su diversificada filmografía. El pretexto argumental consiste en ilustrar en su escenario único, la trayectoria de Geesche Gottfried, desde su boda con Miltenberger, hasta su detención por la policía, luego de haber envenenado a nueve personas, entre ellas a su esposo, su madre, sus dos hijas, su padre, su amante reciclado en marido, un amigo. Nora Helmer, es una particular versión de “Casa de muñecas” de Ibsen. Realizada en 16mm para la televisión y en video, deudora de los tres espacios teatrales clásicos –planteamiento, nudo y desenlace-, separados por tres largos fundidos a negro, la película es una espléndida historia de amor y rechazo.
Effi Briest (1972-1974), basada en la novela homónima de Theodor Fontane, pertenece a las ficciones de título femenino que ponen en escena los diversos avatares de la sumisión e infelicidad de la mujer. El argumento es sencillo. Effi Briest (la siempre hermosa Hanna Schygulla) de 17 años, es obligada a casarse con el barón Geert von Instetten, veinte años mayor que ella. Se encuentra sola y aburrida, y además, su esposo no la ama. La llegada del mayor Crampas la despertará de su letargo: promueve un cambio en su rutinaria existencia. Se enamoran. Su esposo al darse cuenta del adulterio de su esposa, mata en duelo a su amante. Expulsada por la sociedad, desdichada y triste, Effi Briest morirá un año después. Respetando escrupulosamente la novela, Fassbinder logra dos objetivos: efectuar una excelente versión de un texto literario y construir un film plenamente acorde a sus preocupaciones formales e ideológicas.
Como en la mayoría de sus películas, la dependencia material y sentimental de sus protagonistas, adquiere una importancia vital: son víctimas del poder, sea del hombre o de la sociedad. El título de Pero sólo espero que me améis (1976) es ejemplarizante, elocuente y podría definir a buena parte de los héroes fassbindereanos. Es precisamente la necesidad de amor y amistad la eterna búsqueda de los más diversos personajes de una filmografía compuesta casi siempre por perdedores natos: la muerte y la locura son su fin de trayecto. Del Franz Walsh de Los dioses de la peste a la Verónica Voss de Las amargas lágrimas…, pasando por los dos Franz Biberkopff de La ley del más fuerte y Berlin Alexanderplatz. Débiles hombres y perdedores desde un principio, traicionados por amor, explotados a conciencia por amigos y familiares, van deviniendo a lo largo de la ficción, en deplorables despojos humanos.
Así se sitúa Xavier Bolwiesser de Bolwiesser (1977), la lenta destrucción de un hombre por una mujer. Es otra pieza en el mosaico cinematográfico de Fassbinder que documental la interrelación pasión y dependencia. Toda pasión es aniquiladora y mortífera. Reduce la libertad y, en más de una ocasión, coadyuva a la desesperación, a la soledad o a la muerte. Como en la mayoría de las películas de Fassbinder, toda armonía inicial se convierte en un infierno. No hay lugar posible para la felicidad.
La muerte de Rainer Werner Fassbinder, como el de un joven poeta, una estrella de la pantalla o un cantante de rock, proporcionó una nueva dimensión a la leyenda que ya existía en torno a su figura. Mucha gente creyó que se había suicidado, lo cual sólo era cierto en la medida en que toda su vida había sido suicida. Trabajando sin cesar, comiendo, bebiendo y fumando en exceso, tomando drogas, somníferos y estimulantes, Fassbinder no había dejado nunca de atentar contra su salud, pero siempre con la esperanza irracional de que sería capaz de soportarlo. Si hay una guerra nuclear, decía irónicamente, la gente debería parapetarse detrás de mí, porque si cae una bomba, a mí no me destruirá. En cierta manera, Fassbinder recuerda a los perversos héroes de Sade, que oscilan entre una actitud de desdén hacia la naturaleza, incapaz de castigar siquiera sus más horrendos crímenes, y una respetuosa obediencia a ella, ya que reconocen sus impulsos destructivos como parte de una tendencia universal hacia la destrucción. Tal como lo expresa Gilles Deleuze, el pensamiento de Sade va de lo negativo a la negación como concepto global de la razón. Fassbinder logró crear su propia leyenda con tanto acierto que ésta acabó por conformar las perspectivas desde la que han de verse sus películas y a constituir una parte crucial de sus logros. Las manifestaciones que hizo sobre sí mismo y las que contienen las anécdotas referidas en torno a su persona, son inseparables de las aseveraciones que hizo en sus películas. Necesitaba la leyenda y se sacrificó por ella.
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