
Por: Guido Tamayo*
Fabio Morábito, el escritor mexicano, desdecía del hecho de subrayar libros; para él el lector terminaba imponiendo otro libro (el subrayado) sobre el original y eso de alguna manera es una forma de abuso. Siento diferir de quien admiro tanto, pero he subrayado mucho el libro “El vuelo negro del pelícano”, tanto que parece aquel mapa de Borges que repite la ciudad sin reducirla. Confieso que casi lo subrayo todo y si no lo hice fue por un poco de pudor. Creo que eso sucedió por un inobjetable ejercicio de admiración. Resulta que este es un libro que está entrañablemente tejido con metáforas, imágenes al vuelo, sentencias, aforismos y citas, es decir, donde ninguna frase es decorativa o meramente informativa sino que se instala en el texto para llenar de sentido el periplo crepuscular de Fabián Martel, su héroe. Y hay que decirlo desde ahora: esta es una novela de personaje y sus peripecias son internas, íntimas, suceden principalmente dentro del protagonista y desdeñan de lejos el mundanal ruido de las acciones externas, trepidantes, a la moda. “Sabe que la mente se mueve mucho”. No importa, en ese sentido la anécdota sino la construcción de un dolor propio que avanza como los pelícanos hacia el mar.
Pero ¿y quién es él como sabiamente preguntaba José Luis Perales? La novela responde con rotundidad esa pregunta. Fabián Martel es un médico cirujano, un fumador, un bebedor de Bourbon, un hombre abandonado y desolado, un hombre que desea desengancharse de sí mismo y descansar pero como decía Henri Michaux: “No hay huida posible, el que huye también traduce el mundo” y Fabián Martel, a pesar de sí mismo, también lo refleja. Por eso, creo, que desea vanamente olvidarlo todo, limpiar su memoria, borrar todas sus certezas y en ese trayecto hacia la disolución total nos revela el universo.
Fabián Martel, pues, quiere despegarse de su esqueleto y escapar ¿a dónde? Al bar, al mar, allí donde el vacío se hace agua. Y nosotros seremos cómplices de esa transmutación del ser dolido al ser olvido. Ese trayecto mortificado invierte la sentencia sartreana de que el infierno son los otros, no, el infierno es él y con todos sus círculos. No deposita en manos de nadie su infelicidad, se la ha ganado a pulso, es suya y no la comparte. Recuerda pues al George Firmin de “Bajo al Volcán” con su culpa a cuestas descendiendo al farolito. O al señor Meursault protagonista de “El extranjero” de Camus, sumiéndose en el silencio. O a alguno de los personajes de Onetti que se ocultan y mueren en una esquina cualquiera sin hacer de ello un espectáculo. Son seres más que discretos, invisibles, y no “farolean” con su sufrimiento. El pelícano vagabundea en los mares y Fabián vagabundea en los bares, son almas gemelas que irán juntos hasta el final.
Pero a pesar de que la novela habla sobre el amor o el desamor, sobre el paso del tiempo, sobre la quietud y el movimiento, la luz y la oscuridad, el triunfo y la derrota todas, digamos, ideas trascendentales, pienso que la novela traduce especialmente un estado de ánimo, un sentir malogrado de la vida.
Pero la escritura, así se refiera al sufrimiento, es juguetona y una prueba de ello es un narrador que nos pide disculpas por no desarrollar más un personaje o que nos anuncia que se adelanta en un momento “porque este relato puede empezar en varias partes”. Efectivamente, y para remachar, al final el lector hallará un apéndice donde el lector podrá extraer frases, fragmentos, citas que podrá añadir al texto, ubicar donde consideré apropiado o desarrollar con la complicidad del escritor. Una verdadera despensa narrativa. De hecho hay fragmentos de una carta que nuestro personaje lleva en el bolsillo y que quizá pueda revelarnos el motivo de su huida, de su dolor, pero que el autor no ha querido compartirnos tal vez para evitar el melodrama amoroso.
Gracias, Felipe, por escribir esta novela, refrescas así una literatura colombiana demasiado empeñada en contarnos la violencia extrema y externa y no, como dice Fabián y haces tú, narrando con agudeza el cómo disfrazamos el miedo de vivir.
*Nota: Texto leído por el novelista Guido Tamayo durante la presentación de la novela El vuelo negro del pelícano de Felipe Agudelo Tenorio, el miércoles 6 de mayo en la Biblioteca del Gimnasio Moderno de Bogotá.