Sombras de pinceladas: el sol del membrillo de Víctor Erice

Entre el hombre y aquello que toca hay una zona de irrealidad: el mal. Pero no se trata aquí de un mal de características exclusivamente sociales, sino que al mismo tiempo surge, en una dimensión más amplia, como reflejo de una caída y una culpa míticas.
Entre el hombre y aquello que toca hay una zona de irrealidad: el mal. Pero no se trata aquí de un mal de características exclusivamente sociales, sino que al mismo tiempo surge, en una dimensión más amplia, como reflejo de una caída y una culpa míticas.

Por: Juan Guillermo Ramírez

Creo que los fenómenos del espíritu adquieren verdaderamente una dimensión trascendente cuando aparecen encarnados. Víctor Erice.

A propósito de la pintura, André Breton decía que ante los bordes de un cuadro, él se preguntaba cuál mundo esta ventana abría. Martin Heidegger, en su obra “El origen de la obra de arte” afirmaba que una pintura abría un mundo. Posiblemente esto  constituye la perspectiva: al comienzo se ubica la creencia (hay un mundo), después está el camino que conduce a la ficción y continúa el principio de lo real. Como lo sentenció algunos años Roberto Rosellini: Hace falta tener fe en la realidad.

El de Víctor Erice es un caso singular y no sólo dentro del cine español. Luego de corealizar Los desafíos, dirige su primera película sólo hasta 1973: El espíritu de la colmena, obra insólita, sutil metáfora del franquismo (ya en agonía), la infancia y la condición de la mujer española, a partir del mito de Frankenstein y la gran tradición del cine fantástico. Sin embargo, debe esperar diez largos años para hacer la segunda: El sur (1983), otra obra maestra y otra vez la infancia y la guerra de España como motivaciones de fondo, discreto fondo de un espacio mítico donde se sintetizan las fantasías y las represiones del español.

El pintor español Antonio López, pintando en la Gran Vía.
El pintor español Antonio López, pintando en la Gran Vía.

Y de nuevo esperar, ahora ya no diez años sino nueve para terminar una tercera película. Se llama El sol del membrillo y para variar es otra obra maestra, una película insólita, singular. No es precisamente un documental pero tampoco una ficción. El título se refiere a la luz del sol durante los primeros días del otoño, en el llamado verano de San Miguel y todo gira en torno a un pintor real: Antonio López García, pintor realista, el maestro de la figuración. Este trata de captar en vivo, a través del membrillo sembrado en su jardín, esa luz a la vez real y mítica. Reflexión sobre el proceso creador, testimonio sobre la pintura y no solo como hecho mágico y misterioso, la película en la que se funden los mundos reales y soñados del pintor y el cineasta. El sol del membrillo es la primera gran película sobre el diálogo entre pintura y cine. El mismo director español se expresa así de la idea original que dio nacimiento a la película: Cuando en el cine se habla de una idea previa es, generalmente, para referirse a un pequeño argumento o bien a una cierta intención de carácter intelectual. En nuestro caso sucedió algo distinto… Quizás por una razón: porque tanto Antonio López como yo, no sabíamos ciertamente qué película queríamos hacer; en cambio, sí teníamos bastante claro lo que debíamos evitar. Sobre todo, comprendimos en seguida una cosa: que no era preciso establecer, al menos en un principio, una ficción. Así que tratamos de partir de las cosas tal como eran y, llevando cada uno nuestras herramientas de trabajo, acudir a una cita junto a un árbol… He contado ya, en más de una ocasión, cómo sucedió. Era –lo recuerdo muy bien- un martes de finales de septiembre 92, cuando Antonio me dijo: “El sábado voy a empezar a pintar un árbol, un membrillo, que tengo en el jardín. Si quieres venir con una cámara, ven”. Y yo fui, acompañado por un pequeño equipo de cine. Pero detrás de este acto, más que la idea de una película, lo que existía era la voluntad de vivir una experiencia nueva. La pintura y el cine tienen elementos comunes, pero son dos lenguajes diferentes.

La película posibilita el diálogo entre el cine y la pintura.
La película posibilita el diálogo entre el cine y la pintura.

Tradicionalmente, los historiadores  se entregaron casi unánimemente a la búsqueda de sus rasgos comunes más superficiales, sin apenas investigar en sus diferencias. Con ello trataron de otorgar cartas de nobleza a un lenguaje recién nacido, y que además se ofrecía al público como un invento de variedades de feria, es decir, con un cierto estigma de carácter populista. Sin embargo, la investigación de las diferencias, mucho más que la insistente y con frecuencia artificiosa búsqueda de analogías, se reveló como la tarea más fructífera y valiosa de todas. Lo que es evidente es que la fotografía y el cine, cambiaron el estatuto de la imagen, afectando de forma decisiva el desarrollo de la pintura, liberándola de la servidumbre del “parecido”. De algún modo, como muy bien lo señaló André Bazin, la aparición del cine vino a cumplir una vieja utopía del hombre: la posibilidad de reproducir las apariencias de lo existente. En las películas, la imagen de las cosas incluía también su duración temporal, lo que la pintura no consigue, en lo referente al fluir del tiempo. La pintura puede capturar el instante, pero ¿el transcurrir el tiempo? Existen cuadros que revelan un sentido muy acusado del arte dramático y de la puesta en escena.

Así, El sol del membrillo es el punto de encuentro entre lo real y la verdad de la mirada. El cine, en general, le aporta a la pintura el movimiento, la creencia en un porvenir, en un “después”, y reajusta su interrogación en el cuadro razonable de un gesto espontáneo y de un hombre que se encuentra en el corazón mismo del proceso creativo, el de la creación artística. La película es de una simplicidad y de una fuerza desacostumbrada, moderna y primitiva, imponiéndose en un paisaje confuso y brillante de la imagen silenciosa. ¿Cuál es el mundo que se abre en la película? El de la pintura, aquella que elabora y crea el pintor Antonio López, quien interpreta su propio papel. Es como el registro de la historia de un niño grave y familiar. En una bella mañana de septiembre, el hombre decide pintar el pequeño árbol de su jardín. Y ante todo, prepara su material: los pinceles, los colores y el lienzo. Como en las películas de Eric Rohmer, la acción se calca sobre el orden de una cotidianidad que avanza, un minúsculo clima humano en donde la voluntad personal va moldeando su propio recorrido en el mundo. La visión de lo desconocido se funde en la materia de lo ya conocido. En su comienzo, el pintor instala su perspectiva, delimita cuidadosamente el espacio alrededor del árbol con la pintura blanca sobre los muros, como hilos que delinean las coordenadas horizontales y verticales.

El sol del membrillo es el punto del encuentro entre lo real y la verdad de la mirada.
El sol del membrillo es el punto del encuentro entre lo real y la verdad de la mirada.

Así es como se delimita el espacio de un cadáver o como se prepara la escena de un asesinato, en donde cada objeto debe ser rigurosamente colocado en el sitio que le corresponde, antes que los autores del crimen lleguen. El cara a cara del árbol y del pintor comienza. Es un duelo como el de Charles Bronson y Fonda en Érase una vez en el oeste de Sergio Leone, una lucha de la concentración para salvar la vida.

A propósito de su película, Víctor Erice evoca a Tabú  de Murnau y Flaherty. El sol del membrillo regresa a esa misma fusión entre lo documental y lo mítico, lo real y lo sagrado en un mismo plano. Y se da de una manera más auténtica, ejemplarmente desembarazad de toda etnología, de toda distancia artificial sobre el arte. Hay en esta película una gran exactitud en la mirada que se dirige a esas personas, a sus vidas, adquiriendo otra dimensión, sin que Erice hubiera tenido necesidad de hacer soplar el viento de la menor trascendencia. Por lo tanto no es exagerado decir que Antonio López, su mujer y su amigo el pintor, encuentran nuevamente el espíritu de los ancianos, como en Tabú.

El cine en general le aporta a la pintura el movimiento, la creencia en un porvenir, en un ‘después’.
El cine en general le aporta a la pintura el movimiento, la creencia en un porvenir, en un ‘después’.

En El sol del membrillo hay algo que está dicho, no por Erice ni por López, ni por la pintura: la verdadera memoria es la presencia que está más allá de lo real y del mundo. Porque, como lo diría Viridiana: el arte verdadero toma su secreto en la transmisión de su silencio.


Lea más artículos de Juan Guillermo Ramírez, aquí.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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