
Nos preguntamos con regularidad si somos felices, si la felicidad existe y, peor aún, si está destinada a aparecerse en nuestra vida. La respuesta, aunque no siempre es la misma, varía poco: no, no somos felices, aunque creamos que lo somos. No somos felices porque vivimos más preocupados por estar alegres o porque nos vean estar alegres que por ser felices.
Veo una fotografía de mí. La tomaron hoy hace no sé cuántos años. La tomó mi padre. No sé si soy yo, el yo de hoy, el que está ahí pero sí sé que mi alegría, la alegría de hoy y espero de siempre, lo está. No recuerdo por qué corría hacia la cámara fotográfica sin pantalones y sin vergüenza de no llevar ropa interior. A lo mejor corría hacia mi padre porque alguien venido del futuro me dijo al oído que no viviría para siempre y que aprovechara cada instante posible para amar. Sí, corría hacia él para decirle con un abrazo que lo quería. Veo la fotografía y me parece que ese niño de unos cinco o seis años, con sus piernas abullonadas y rellenas, su pelo entorchado, viene hacia mí a besarme o a abrazarme porque ignora que huyo de los niños o cree que soy su padre. Su sonrisa me hace sonreír y su mirada es tan profunda que me sumerjo en ella y veo a mi padre cada vez más cerca. Veo a mi padre otra vez luego de la eterna orfandad. No quiero irme de ese espejo por temor a que mi padre no regrese. Me quedo para siempre allí, viendo a mi padre detrás de una cámara fotográfica, sonriendo sin razón, libre, imaginando que está allí.
Me pregunto con regularidad si soy feliz. La respuesta es sí, si voy hacia quien quiero.