Fernando González. Velada metafísica, Teatro Matacandelas (Medellín) en la VII Muestra de Teatro Alternativo de Pereira, 23 de julio de 2015.

Por: Camilo Alzate
Una explicación no pedida y una culpa manifiesta: Teatro Matacandelas advierte que cometerá el atrevimiento de falsear sobre un escenario la vida de Fernando González, quien seguramente, habría sido el primero en escupir gargajos a semejante esperpento. Así, pidiendo excusas, comienza “Fernando González: velada metafísica”, el montaje enlazado en la vida y obra del pensador de Otraparte, quizá el único místico -y filósofo auténtico- que haya visto este país.
Uno diría que disculparse con el difunto no es manera apropiada de abrir la función; uno creería que actores jóvenes con tanta prosopopeya en las primeras escenas, con ese acento impostado, aséptico, de mal sainete, de opereta, no convencen demasiado; uno esperaría recursos más allá del diálogo erudito y de la cita textual, que no sean puro artificio.
¿Este es el Matacandelas?
Y así, como si nada, aparece el difunto. Calvo, en calavera viva, parlanchín, antioqueño. De boina, de verbo rastrillado, escupiendo gargajos. Y así, como si nada, se hace el prodigio: Juan David Toro es Fernando González. Es él.
La magia de éste montaje consiste en explorar el pensamiento del místico representándolo, exhibiéndolo, según aquella intuición de Wittgenstein que a veces las cosas no pueden ser enunciadas, sólo mostrarse, figurarse, vivirse. Contra toda tentación de asumir un ambiente denso (impenetrable, abstracto, es decir, filosófico) Cristóbal Peláez se decanta por la coloquialidad espontánea y fresca del personaje, que es la raíz de su originalidad: un pensador entre lo montañero y lo trascendental, entre la iconoclastia y la chispa del paisa que despliega un vitalismo feroz. Contra el discurso pétreo viene la ocurrencia, la burla, la minucia y el absurdo que rodea en últimas toda filosofía.
Aparece un filósofo de sombrero, de vacas paturras, con olor a racimos de plátano, con mugre de cafetal enredado. La fragmentación de episodios y citas que envuelven el ritmo de la representación revela bien la contingencia que caracteriza la obra de González, donde no se permanece sino que se transcurre a veces con mesura, a veces con fatalidad, a veces con un ímpetu furioso.
Entonces aparece el desdoblamiento, los fantasmas, las contradicciones, las incoherencias y miserias del escritor que se quiebra, que se vuelve a recomponer, que se quiebra otra vez. El mismo ser que duda. Que traiciona. Entonces aparece una puesta en escena milimétrica, ordenada por un director de orquesta con vocación de matemático preciso, riguroso. Entonces llueven gargajos sobre las montañas de truhanes y negociantes. Acá el divino niño Jesús cogobierna con María auxiliadora y las hipotecas de intereses usureros. Acá conjugamos bien la metafísica con el ordeño de las vacas. Acá, si pudiéramos, reencarnaríamos en gallinazos. Somos demasiado nosotros mismos para andarnos con huevonadas y pretensiones de filósofos eminentes. Entonces sobrevienen incontenibles y brutales la pasión y el odio. Entonces apuñala la desesperanza, el abatimiento, la decepción. Entonces alumbra la sabiduría pero ya es el fin. Entonces la representación ya no tiene que pedirle disculpas a nadie.
Hay que contener el aliento, mesurar las palpitaciones, hay que intentar parpadear (sin lograrlo) para comprobar con honda y profunda admiración que ahí al frente está Fernando González. Y que sí, que este es el Matacandelas.
Camilo Alzate