
Bienvenidos los que se fueron
Jotamario Arbeláez
Respirando el aliento de las altas horas, frente a la iluminada pantalla
que se llena de letras,
me siento un ‘noctonauta’ recogiendo los pasos que me
acordara la vida en compartimiento con los amigos.
Tantos se han ido. Como tantos quedan. Y sobre todo queda
uno. Que es el que cuenta.
Para empezar se fueron los días, que uno tras otro son las noches, que
también se fueron.
Uno se puede enfrentar contra el mundo, a perder o a ganar,
pero no contra el tiempo, que todo lo dobla.
“Antaño, si mal no recuerdo”, evocaba un amigo los días de sus
festines, “donde todos los vinos corrían”.
Y detrás de esos vinos corríamos nosotros. Como tras de esos
amores idos, desasidos, desvanecidos.
Al que murió primero, Gonzalo Arango -ese que nos metió a todos en
esta aventura sin final a la vista, ese que nos dijo que no había que
creer en nada, ni siquiera en nosotros-,
lo venimos conmemorando cada año, en la fecha de su partida.
Treinta veces hasta el año pasado, el 25 de septiembre.
Nos hemos propuesto dejarlo descansar en paz en esa eternidad
que lo aloja.
Al fin y al cabo, él había renegado del nadaísmo para aliarse con
esa divinidad que terminó por llevárselo, a los 45 de su edad.
Convertido en espíritu puro antes de convertirse en carroña.
Por eso disiento de la afirmación de sus biógrafos Eduardo Escobar y Elmo Valencia,
de que su última expresión al chocar en el taxi que lo
trasportaba a Villa de Leyva haya sido ¡Mierda!,
sino ¡Dios mío!
Tenemos por lo menos otro par de amigotes del movimiento, que dejaron una obra por celebrar cada vez que nos llega un vino a la boca.
Son ellos Amílcar Osorio, muerto en 1985, a los 45 de su edad, en una laguna.
Y Darío Lemos, en 1987, a los 45 de su edad, aquejado de gangrena en una casa de campo.
Ambos antioqueños como el ‘profeta’ y firmantes de los 33 manifiestos nadaístas que les sobreviven en una caja.
Muchos sostienen que el ex seminarista Amílcar fue el mejor de todos nosotros. El más culto, el más talentoso, el más ambicioso. El excéntrico.
A los 19 años parecía haber leído todos los libros,
por lo menos todos los que se llevaba de la Librería Aguirre.
Fue la mano derecha y la pluma fuente de Gonzaloarango en la elaboración de los manifiestos.
Éste lo llevaba por las calles atado de una cadena al cuello y así lo sentaba en el mosaico de los cafés, como un perro, para pasmo o sorna de los parroquianos.
Pero nunca condescendió con el humanismo que inflamaba al ‘profeta’.
Ni siquiera le interesaba la revolución. Él prefería la abyección, “hacer monstruosa el alma”, como predicaba Rimbaud, ser el francotirador en la torre.
Eso los llevó a separarse. Amílcar se fue para los Estados Unidos. Allí se integró con algunos beatniks que andaban haciendo el camino,
con algunos vagabundos del Dharma de la montaña, con algunos santones zen de los altos hornos.
En ese tiempo escribió una novela que reposa en nuestros Sagrados Archivos. Se llama La ejecución de la estatua. Inédita, como casi todo lo suyo.
La verdadera novela de la violencia en Colombia, escrita a la manera de los objetalistas franceses.
Antes nos habíamos nutrido con su poesía, que nos presentaba Gonzalo como el patrón a seguir. Plegaria nuclear de un coca-colo fue asumida por al maestro Fernando González como el verdadero aterrizaje de la poesía a nuestro país.
El 1963 Gonzalo publica la antología 13 poetas nadaístas y los poemas de Amílkar U, como se firmaba entonces, deslumbran.
Fue quien nos repartió a todos ejemplares dudosamente adquiridos de El cuarteto de Alejandría,
ese tratado del amor moderno de Lawrence Durrell, que nos dejó “profundamente herido el sexo, profundamente herida esta conciencia, profundamente herida la manera de comer”, como el mismo Amílcar cantara.
Y de paso allí se encontró con el viejo poeta de la ciudad, con Constantino Kavafis, de quien hizo impecables traducciones y convirtió desde entonces en nuestro compañero de farras.
Sólo dos libros, casi opúsculos, alcanzaron a publicarse, antes de que se lo tragara la laguna “La Oculta”. Vana stanza, diván selecto, poemas elaborados entre 1962 y 1984 y El yacente de Mantenga, replicado después como Gato o soledad en la lluvia, con cuentos elaborados en diferentes épocas.
Cuando los publicara en los suplementos de los periódicos se le consideró un genio sin antecedentes en la literatura colombiana, lo que lo llevó a inferir que sus compatriotas eran unos imbéciles y por eso también se fue.
Su primera novela, Súbete en todo mí, escrita mientras iba traduciendo a Rimbaud, durante la gira que los nadaístas realizábamos por Colombia en 1960, se perdió.
Su obra recuperada es copiosa y exuberante. Está a salvo en la Biblioteca Piloto, de Medellín. Cubre todos los géneros.
El día que se conozca, y en ello estamos empeñados, va a resucitar entre el público, el ‘imbécil’ concepto, según él que era irónico, de que era un genio.
Respecto de Dariolemos, un hombre de rostro bello y liso de manos,
esposo de Puma y padre de Boris, seres que inmortalizó en una poesía que casi nadie conoce,
en parte porque la mayor parte de los poemas que hizo se le deslieron en carpetas bajo el sobaco,
en parte porque la mayoría los elaboró en cartas sin copia ni destinatario,
y en parte porque el libro publicado en su tiempo por Colcultura se agotó el mismo día y nadie hasta ahora se ha preocupado por reeditarlo.
De Medellín y siempre por tierra sólo se transportó a tres ciudades.
A Cali, donde llegó con su novia raptada, Puma, la hija del boticario que le proveía las pastillas, y allí se casó con ella.
Fue capturado por rapto y conducido a la cárcel.
A Bogotá, donde ya separado de su esposa, se llevó de la mano a Boris a montar a caballo en la finca de un amigo
y fue acusado de secuestro y torturado por el ejército.
Y a Cartagena, en El expreso del sol, viaje que esperaba que sería su redención, y allí fue grande su desencanto del mar.
Olvidaba que también viajó a San Andrés, invitado por Pompilio, un banquero cacorrón
al que no le dio ni la hora pero le robó el reloj.
Fue un varón de dolores a quien nada le salió bien en la vida,
a duras penas sabía conducir el bolígrafo sobre la hoja de papel para consignar, con una verba constelada de frutas y cielos amarillos a lo Van Gogh,
moruecos y tornados tomados de Saint John Perse,
quejas contra la pus de los días que heredara de Henri Michaux,
y sufridas iluminaciones propias de su amado Rimbaud.
En el nadaísmo todos pujamos por ser Rimbaud,
Amílcar a través de su retiro de los círculos que lo vivaban para traducirlo impecable,
Eduardo mediante su temprana inspiración sacrílega,
Gonzalo para dar patente a su vocación de vidente,
Jotamario para plagiarle su conversión de último momento en Marsella,
Dariolemos por su afición al hasshish.
El que más lejos fue en ese acercamiento fue, sinceramente, Darío.
A él también se le pudrió una pata, que fue perdiendo tajo a tajo, bajo la cuchilla del cirujano.
“Voy siguiendo fielmente los pasos de Rimbaud -me escribió en una de sus últimas cartas-. Tengo un pie gangrenado. Próximamente amputaran toda mi pierna.
Esa pierna con la que tanto carrizo hice en la vida, con que bailé en tantas noches de cocaína y vómito”.
Al final, no la perdió más arriba del tobillo, pero tuvo así la oportunidad de instalarse como en un trono en una silla de ruedas,
que los policías le empujaban por Junín mientras él iba liando su pitillo de marihuana.
Los mismos policías que lo habían correteado por las ollas del jíbaro.
Jaramillo Escobar lo cita asombrado: “A mis espaldas había siempre una llave en movimiento”. Y “Ya tengo mi silla de ruedas, y ya tengo mi gangrena”.
Nunca se ganó un peso bien ganado, a pesar de haber intentado posar de gigoló de chaleco rojo. Pero sólo le funcionaban las manos, como a Genet.
Fue el poeta maldito del nadaísmo, ¡bendito!, el que para no ser el hundido de su generación
habría mentido por obtener el oro.
Pero todos los días de su vida no robó sino baratijas, lo que el mundo puso al alcance de sus dedos dorados.
Raptó a Puma. Pero nunca se robó un verso.
Aun con medio siglo a cuestas, el nadaísmo es el único movimiento que se mueve en Colombia.
Por eso les extendemos esta alfombra de bienvenida a los 3 que se fueron al cumplir los 45.
Jotamario Arbeláez
Bogotá, 2005
Texto enviado por el autor a Literariedad.