Los tonos claros se fragmentan por líneas de contornos en sombra, una oscuridad rígida que va delineando granos, o mazorcas, o capachos. La cosecha de maíz en San Isidro (Puerto Caldas) suele acompañarse de colores crema, de hojas secas, de hierbas tostadas que los calores pesados del Valle del Cauca tienden sobre el llano.
Está muy manida esa metáfora visual que busca contrastar el brillo vivo y refrescante del fruto con la oscuridad negra, apretada y grumosa de la tierra bruta. Suponemos que la flor o la mazorca estallan como pedazos de sol que esa masa negra (y muerta) se chupa cada día. Suponemos que la claridad luminosa del grano emerge del contorno brotando milagrosamente del fondo oscuro de la imagen, como el fruto brota de la tierra. La metáfora manida del milagro de la vida.
Pero la metáfora es falsa, porque el maíz ni crece, ni se recoge sólo. La tierra nunca se basta a sí misma. Esta lucha entre brillos y sombras, entre fangosidades y destellos de grano, que parecen revolcarse en la fotografía, va cruzada por un brazo. Es él quien propicia el encuentro. La cosecha es un territorio intermedio, un lugar donde los brazos logran amalgamar pedazos de tierra con sol.