Juan Carlos Onetti o el andamiaje del fracaso  

“Sabemos que Juan Carlos Onetti es una compacta fábrica de historias que transcurren entre humo de tabaco, bebidas prolongadas, incrédulos ritos, anécdotas sugerentes, amoríos frustrados con libros sospechosos, humor estupefaciente, lejanía, soledad y “saudade”, aunque esta conjetura no sea más que otro de los incontables equívocos que padece y fomenta”.

Escribo porque es un acto amoroso que me da placer.
Escribo porque es un acto amoroso que me da placer.

 

Por: Antoine Skuld

La agarré del cuello y la tumbé. Encima suyo fui haciendo girar las piernas, cubriéndola, hasta que no pudo moverse. Solamente el pecho, los grandes senos, se le movían desesperados de rabia y de cansancio. Los tomé uno en cada mano, retorciéndolos. Pudo zafar un brazo y me clavó las uñas en la cara. Busqué entonces la caricia más humillante, la más odiosa. Tuvo un salto y se quedó quieta enseguida., llorando, con el cuerpo flojo.

Las incontables imágenes que en la literatura varían las ideas de la muerte de Dios, de la existencia de un Dios del mal, idéntico al demonio, o de un cielo a veces inalcanzable, a veces desierto, documentan claramente un proceso de secularización, pero testimonian también las dificultades que el hombre moderno tiene para llenar el vacío abierto por la ausencia de una instancia divina. Así, cuando Lisle habla de “un cielo desierto”, cuando Mallarmé afirma “que el cielo murió”, cuando por boca de Zaratustra, Nietzsche revela a los hombres la muerte de Dios, o cuando Jean Cocteau afirma su existencia, pero encuentra que “Dios es el diablo”, en todos estos casos de lo que se da testimonio ante todo es de la existencia de un conflicto insuperado.

En la obra narrativa de Juan Carlos Onetti el proceso de secularización ocupa un lugar central. En esa obra no se le niega a Dios su existencia, pero sí se ponen en duda algunos de sus atributos esenciales: se cuestionan su omnipotencia y su bondad; es decir, se niega su perfección. Hablar de la imperfección de Dios implica reconocer la existencia de una instancia que, aun cuando no sea absolutamente omnipotente, sí se concibe como superior al hombre. La posición de Onetti se aproxima a la de Nietzsche, cuando afirma que la humanidad llama a Dios a su propia desesperación. Se aproxima también al pesimismo radical de Kierkegaard, quien ve en la categoría de la desesperación la única posibilidad de acercarse a Dios.

Hasta mediados de la década del sesenta la lectura de la obra narrativa de Juan Carlos Onetti era un privilegio de las minorías. La revaloración editorial le ha conferido la proyección internacional que su talento de escritor ampliamente merecía y no se reparó en considerársele como uno de los indiscutibles fundadores de la nueva narrativa hispanoamericana. La obra de Onetti posee una auténtica y honda coherencia interna. Desde su primer cuento, este escritor del mundo, de la calle y de la cama, emerge como uno de los primeros que rompen con las formas narrativas tradicionales, que se desinteresa en retratar la realidad exterior y recrea una realidad propuesta como entidad ficticia. Su obra narrativa es una aventura de índole imaginativa y mitopoyética, cuyo objetivo primordial es fundar un mundo autosuficiente que genere sus propias condiciones de existencia. Su obra se convierte en el ritual de rehacer el mundo a imagen de sueños irrealizados -por algo para poder sentarse por primera vez a escribir tuvo que leer a Arthur Schopenhauer y su “Mundo como voluntad y representación” al que consideró un cuento idealista-, ficción que se sabe ficción y es, al mismo tiempo, una interrogante desesperanzada, una tentativa de darle forma y sentido al caos interior y a la radical soledad de una existencia alienante. La impostura hecha costumbre: el autoengaño, la mentira, la farsa, el juego, la máscara y el amor. Todo esto se vuelve un momentáneo refugio del presente vacío, un arma de protección contra la inanidad del individuo y la irrevocable corrosión de todo lo existente. Es, ante todo, una admirable afirmación de las posibilidades de la creación artística.

Escribo para mí. Para mi placer. Para mi vicio. Para mi propia condenación.
Escribo para mí. Para mi placer. Para mi vicio. Para mi propia condenación.

Ángel Rama señaló con razón que no es casual que la mayoría de las obras de Onetti transcurran en lugares cerrados y en horas nocturnas, el cual tiende a manifestarse surrealísticamente, en estado de descomposición alucinatoria. Y es en este interior en donde surge el hombre, ese ser solitario, cuya obsesión es contemplar cómo la vida lo rodea, se cumple como un rito y él nada tiene que ver con ella. Hablar de Juan Carlos Onetti significa estar dispuesto a colocarse al borde de la navaja, vivir o morir con él el gran abismo, cruzar ese punto intermedio de la vida y la muerte, lanzarse al vacío irremediable en donde nada tiene sentido, dejarse llevar de la corriente hasta el mar Onettiano. El mismo Onetti nos enseñó a aceptar el fracaso como única medalla, mérito y gloria, al igual que lo llevan sus personajes, incluso más allá de la muerte.

No son muchos los escritores que han sabido crear un mundo novelesco con características propias, en el que la ficción establece una realidad autónoma. Uno de ellos fue Onetti y uno de esos mundos es Santa María. En sus novelas reinan la desesperanza y la desolación. Todo en ellas es equívoco. La existencia es, por sí misma, ambigua, y los personajes, aunque luchen, acaban perdiéndose en la degradación.

La narrativa de Onetti constituye un caso fascinante de antinovela, porque ella se “abre” en profundidad, no ya en extensión. La acción de Onetti se produce en un espacio intermedio entre la realidad inmediata y una superrealidad emotiva e intelectual. Prefiere el corredor invisible en que los personajes se conocen unos a otros por adivinación, aunque los lugares donde la gente simula entenderse también forman parte del mundo de su creación. Si es posible concebir un tipo de novela en que los héroes se entrecrucen sin mirarse u observándose de soslayo, sin tocarse, en que no hagan nada y, sin embargo, provoquen una horrenda catástrofe y se hundan en una perdición indefinida e irrevocable, esa sería la antinovela de Onetti.

La admiración de Onetti por la escritura de Faulkner, a quien llama padre y maestro mágico en su “Réquiem por Faulkner” publicado por Marcha, le ha valido a veces el juicio injusto de algunos críticos, de ser un imitador del estadounidense: Todos coinciden en que mi obra no es más que un largo, empecinado, a veces inexplicable plagio de Faulkner. Tal vez el amor se parezca a esto. Por otra parte, he comprobado que esta clasificación es cómoda y alivia. Más allá de los juicios críticos, Onetti ha dejado constancia de su admiración por el creador de un universo narrativo propio: En primer lugar, define a lo que entendemos como un artista: un hombre capaz de soportar que la gente –y para la definición- cuanto más próxima mejor, se vaya al infierno, siempre que el olor a carne quemada no le impida continuar realizando su obra. Y, un hombre que en el fondo, en la última oportunidad, no de importancia a la obra. Louis-Ferdinand Celine y su “Viaje al fin de la noche” han constituido una referencia constante a la concepción de la literatura de Onetti. Celine, denostado por muchos críticos por la violencia de su prosa y de su ámbito narrativo, mereció también una nota necrológica de Onetti en las páginas de Marcha: En ‘Viaje’, Celine eligió la ferocidad, la mugre y el regusto por la bazofia con singular entusiasmo. Sin embargo, un artista se parece a una mujer porque tarde o temprano acaba por aceptar fisuras y confesarse. En este caso hablamos de amor y la ternura. Hay que copiar la despedida entre Ferdinando y Molly, la prostituta que lo mantenía.

Es verdad que, como escribió él mismo en 1985, amparados en nuestro irrecusable derecho a equivocarnos, sabemos que Juan Carlos Onetti es una compacta fábrica de historias que transcurren entre humo de tabaco, bebidas prolongadas, incrédulos ritos, anécdotas sugerentes, amoríos frustrados con libros sospechosos, humor estupefaciente, lejanía, soledad y “saudade”, aunque esta conjetura no sea más que otro de los incontables equívocos que padece y fomenta. Ya es hora de comprender con el autor de “Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo”, que por un cigarrillo y una copa de whisky vale la pena ir hasta el fin del mundo. Todo el resto es ilusión.


Antoine Skuld

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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