Foto: Sebastián Becerra.
En “Del desierto” de Cicuta Teatro la búsqueda intencional de la derrota aterra, exhibe una faceta nueva. El fracaso puede ser una elección personal y no un hado funesto como lo entiende la tragedia típica. El fracaso pensado igual que un deseo irresistible y no como una imposición del destino.
Por: Camilo Alzate
Que César Salazar se la pasa obsesionado con el fracaso no es una sorpresa para quienes repetimos cada ocho días sus montajes. Hay allí una exploración empecinada –casi enfermiza– de personajes donde lo grotesco se adorna con la mediocridad, abatidos por la frustración y las circunstancias de la vida. Si uno de verdad hiciera crítica podría bautizar aquel estilo como la estética del pobre diablo. Pero eso, a los que tienen dotes de filósofos.
En “Del desierto” la búsqueda intencional de la derrota aterra, exhibe una faceta nueva. El fracaso puede ser una elección personal y no un hado funesto como lo entiende la tragedia típica. El fracaso pensado igual que un deseo irresistible y no como una imposición del destino. El fracaso anhelado, construido a consciencia, perseguido con temblores de adicto. La caída no tiene porque ser digna, ni necesita amplificarse con un supuesto éxito fulgurante, menos el heroísmo tonto que se copian unos a otros los héroes de tanto drama malo. La caída, en últimas, no tiene por qué suceder: se puede empezar y terminar en el suelo.
Con esta sorprendente voltereta de términos narrativos “Del desierto” se abre sobre la historia de un boxeador fracasado desde siempre, un perdedor de vocación y no de fatalidad, cuya tragedia es haber ganado su única victoria por accidente, es decir, triunfa en cuanto pierde y se derrumba definitivamente cuando triunfa. Pero eso es lo más obvio. Lo que subyace es el poder de sometimiento que establece esa hora de monólogo, con una fuerza de imágenes y una actuación tan intensa que insufla sobre un escenario blanco, totalmente vacío, la espiral de visiones arrumándose por ahí aunque uno no las vea, pero si, si se ven, en la espalda doblada del boxeador interpretado por Mauricio Robledo. Doblado por el peso de ser padre miserable e irresponsable que abandonó su hogar treinta años, por la tolerancia de una hija cruelmente compasiva, derrotado por esos nietos indiferentes, un montón de muchachitos que le pinzan la barriga con palitos para ver si ya se murió. Doblado por el recuerdo de una noche ahogada de tragos y cocaína en la que varios matones orinan sobre el cuerpo inerte de una adolescente, por la imagen borrosa de un cuchillo romo y de una cordillera inclemente, dura, insaciable.
Probablemente nos encontramos ante una pieza más cercana del cuento corto que de la poesía. Pero también está el lenguaje de esta puesta en escena –si es que hay algo similar a una puesta en escena– donde todo es una metáfora inmensa e intrincada de soledad y sombras, de alucinación y verdad, de certezas e irrealidades, de pasado y presente, que lanzan la narración por ese tránsito de la decadencia hacia la decadencia, de la derrota hacia la derrota.
Y luego se extiende el mar, justiciero aunque desdeñoso, esquivo. Otro desierto de indiferencia y arena y azul y agua.
Camilo Alzate – @camilagroso.
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