Una reseña sobre ‘Robledo, el usurpador’ de César David Salazar Jiménez, Editorial Del Ahogado el Sombrero, 2014.
Por: Ricardo Rodríguez Quintero
En la primera función de Robledo, el usurpador al asistente lo recibía un programa de mano fotocopiado de una cuartilla de tamaño, en él se prometía una obra veloz y furiosa, potente y subversiva, autodestructiva, coyuntural y de corta duración. Una farsa punk.
El contexto era la celebración de los 150 años de la (¿re?) fundación de Pereira. Era una obra condenada a la desaparición por su excesiva localía; profundamente limitada en el tiempo y en el espacio: no sólo la obra se veía reducida en su alcance a una estrechísima ventana de una celebración y el periodo de ejecución de un proyecto cultural al que hacía referencia, sino que también estaba salpicada (como su subtítulo lo enfatizaba: autoficciones) de guiños imperceptibles para los espectadores que no estuvieran familiarizados con el elenco (Mauricio Robledo y Jorge Bueno) y el dramaturgo.
Contra todo pronóstico —e intención— Robledo ha soportado el paso del tiempo, el reducido público objetivo, la rotación de audiencias e incluso las barreras geográficas: las funciones no paran. No es en vano: a la obra en medio de su vocación de crítica local la atraviesan por toda la médula una serie de verdades que aparentemente son transversales al tejido de la sociedad contemporánea.
Apreciar la obra está limitado a una audiencia pequeña, a quienes les es posible asistir a una función. Gracias a la publicación de la editorial cartonera caleña Del Ahogado el Sombrero en una serie de 100 ejemplares ahora la historia podrá ser experimentada por todos aquellos que no han podido —y los que no podrán— verla. Vale aclarar: leer la dramaturgia —como no se cansa de insistirnos el autor— no es nunca equiparable a experimentar la obra; el teatro es un arte vivo y su esencia reside en ser efímero, pero para quienes la hayan visto, será grato rememorar la pieza y para quienes no, los llevará a montar una entretenida y elocuente historia en sus cabezas.
La edición es rústica, artesanal: cada ejemplar es hecho a mano y (como las funciones) no hay dos iguales, contiene un prólogo subversivo y una dramaturgia polifónica que fluye potente complementada por las ilustraciones (inquietantes, sobrecogedoras, turbantes) de Luna Aymara de los Ríos. Todo en esta publicación sugiere que será pasajera, coyuntural, efímera. No sorprendería que este texto, como ya lo hizo la obra que brotó de él, trascienda las humildes expectativas de ser una memoria de una obra de teatro que no deja de cautivar espectadores, un puñado a la vez.
Ricardo Rodríguez Quintero