Por: Juliana Gómez Nieto
Tres mujeres estaban reunidas junto a la tumba esperando la llegada del sepulturero. No había vestigios de la tristeza de aquel sábado lluvioso, cuatro años atrás, cuando la tierra iba tapando el ataúd mientras los mariachis cantaban rancheras de adiós. Esa mañana el sol calentaba los rostros de la anciana, la mujer y la niña que se miraban cada tanto para sonreír con cierto nerviosismo.
Vieron llegar a un señor moreno vestido con camisa de cuadros y sombrero de mimbre; se disculpó por la tardanza, se había quedado dormido, clavó la pala en la tierra dura y comenzó a cavar sin distracción.
La niña, que lo observaba con atención, sintió temor por lo que vería aunque estaba allí por curiosidad; para comprobar si era cierto que , producto de la medicación, el cuerpo se había convertido en una momia que el sepulturero debería partir en pedazos para hacer que entrara en el osario. Esos rumores los había escuchado de una compañera de escuela.
“Tenía gusanos en las cavidades de los ojos y el tronco no se había desintegrado.” Volvió de su recuerdo cuando vio al hombre secarse el sudor de la frente y pensó en lo horrible que era ese trabajo de enterrar y desenterrar cuerpos sin vida.
La mujer y la anciana agarradas de la mano aguardaban tranquilas pues esa labor era ante todo un trámite burocrático; el cuerpo nunca se habría sacado de allí de no ser porque el alquiler de la tumba pasados cuatro años aumentaba al doble y por eso habían decidido llevarlo al osario, junto a los restos de la bisabuela.
El señor del sombrero lanzó un suspiro, removió con las manos tierra oscura que cubría el cajón y cuando lo abrió, el olor a humedad se hizo más intenso. La niña había cerrados los ojos, pero al escuchar la risa de su madre los abrió curiosa.
El esqueleto estaba allí y no era una momia; tenía el pelo largo y rizado, la mujer al ver el cadáver de su hermano sintió ternura y recordó cuando era niño y ella lo bañaba.
-Era bastante cabezón.
Tomó el cráneo entre sus manos y con delicadeza lo echó en la bolsa plástica negra, luego fue depositando lentamente el resto de las partes que componían el esqueleto. Le pagó al señor con un billete arrugado y cargando la bolsa se encaminó hacia la salida; tras ella fueron la anciana y la niña.
La iglesia Cristo Rey quedaba a diez cuadras del cementerio sobre una de las avenidas principales del pueblo. Hubiesen preferido no ir caminando pero entre el dinero del sepulturero y la suma que había que pagarle al párroco por abrir el osario se quedaron sin presupuesto. Caminaron cargando la bolsa cada una un tramo y cuando le tocó el turno a la niña, pensó aunque no lo dijo, en que la familia pesa hasta después de muerta.
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¡Genial! Me ha gustado mucho. ¡Saludos!
Muchas gracias Carlos.