Por: José Miguel Aristizabal Zuluaga
La hora se acerca, casi las doce, tu y yo solos aquí, en la morgue. ¡Oh querido cadáver! que yaces pálido e inmóvil, ¿quién te mató? ¿Por qué? Los segundos corren como el sudor por mi piel, ya casi es la hora de que vuelvas a nacer. Las campanadas de las doce retumban en mi cabeza y encienden la mecha de la adrenalina en mi interior. Con cada segundo que está pasando, mi corazón se agita y mientras tu sangre se descoagula siento una impulsividad incontrolable. Abres los párpados y puedo ver tus ensangrentadas órbitas oculares que me reflejan a la misma muerte. Tu corazón y el mío palpitan como uno solo. De pronto te levantas y gritas de dolor y angustia, pero para mí es pura música. Comienzas a retorcerte y se escucha cómo tus órganos y huesos se organizan poco a poco y tu dolor se incrementa… estás volviéndote más vida que muerte. Este miedo se convierte en un ataque rítmico, me muero pero ya no me importa porque estoy viviendo una obra de arte, estoy viendo la resurrección de la carne. Tanta euforia no me puede hacer olvidar este dolor en el pecho, todo es tan hermoso, ojalá todos pudieran vivir esto. Cuando me percato estás parado mirándome con ira y con tu débil voz me musitas un hermoso cántico que automáticamente se borra de mi memoria. El dolor de mi pecho se convierte en un paro cardíaco y de pronto todo se oscurece y al final esa hermosa luz… Ahora soy uno de los tuyos, un muerto, un cuerpo sin vida y ahora lo entiendo: tú, cadáver, no eras cualquier cadáver, eres el fin y el comienzo, eres la muerte.
(*) Desde antes de nacer un 12 de octubre de 2001 en la ciudad de Manizales Caldas, José Miguel Aristizabal Zuluaga, leía los códigos secretos en el vientre de su madre, lo cual confesó a la edad de 5 años entre las entretenidas historias que rayaba en las paredes de la casa, mientras, hablaba de ser escritor y descubrir el mayor secreto del universo: la muerte.