
Quizá todos hemos oído la vieja historia que dice que nuestros seres queridos se van al cielo y se convierten en una estrella que nos guía y nos protege de por vida. Quizá más de dos habrán mirado el cielo con la esperanza de saber cuál de tantas es la suya, su madre, su hijo, su corazón. Quizá más de uno habrá hablado con ellas, convencido de que son sus seres amados, sobre su vida, sus pecados, sus miedos y poderes ocultos de los que nadie sabrá. De lo que podemos estar seguros es que a todos nos han mirado alguna vez como si fuéramos una estrella. Quizá porque para ser una estrella hay que ver con sus ojos. Quizá todos hemos oído la historia que dice que nuestros seres queridos muertos son estrellas porque la hemos contado.
Veía las estrellas en una noche despejada y las junté con líneas imaginarias a mi antojo. Con las constelaciones conocidas construí el rostro de mi profesora de álgebra y le dije que estaba enamorado de ella. Ella, sin sorpresa, me dijo que no debía, que ella era toda una señora y que yo debería, por ejemplo, dibujar a la niña de la que siempre estuve enamorado y decirle que la amaba. Le obedecí y dibujé al amor de mi vida. Sonreí. Sonreí como idiota hasta que un avión, o algo que se movía por el cielo, atravesó su rostro y la desfiguró para siempre. Por eso, con mis primeros ahorros, compré una cadena de cien estrellas artificiales de colores y las enciendo a mi antojo, sin importar la el clima ni la época, y construyo lo que se me antoje con las personas que quiera desde entonces. Basta un tomacorriente y que no haya más luz que la luz negra que soy.