Rindiendo culto a Salinger

Por: Camilo Alzate

Los autores de culto –dice un chiste– son esos que nadie conoce, salvo otros autores de culto. Pero al escritor de culto Jerome Salinger sí que lo conocen. Lo han leído, lo leen (y lo leerán) millones de adolescentes desde la publicación de El guardián entre el centeno en 1951.

De tantas características que se atribuyen a tales sujetos de pluma misteriosa, Salinger no parece reunir demasiadas. Manifestó, sí, una fuerte obsesión por el anonimato –entendido como la no figuración pública–, ajeno de la farándula literaria; negándose a entrevistas o conferencias; Obtuvo –también- la identificación casi instantánea de un nicho de lectores con su novela, ese público cada vez más creciente de muchachitos en plena pubertad, aunque aquello ya no depende en absoluto de él, menos aun que tantos asesinos famosos declarasen admiración por su obra.

Entonces, sería mejor hablar de una novela de culto. O de la devoción que se rinde a Holden Caulfield, su personaje.

Caulfield pasa por esa maravillosa edad donde no se tiene puñetera idea de nada. Esto queda en evidencia a lo largo de su recorrido de tres días. No sigue rumbo fijo ni pronóstico determinado. Al lector, en lugar de narrar, prefiere soltarle al oído un derroche de ingenuidad e inmadurez confiándole a gotas sus inseguridades. Supongo que ese anzuelo muerden los jóvenes, un gancho donde el relato captura porque está latente una voz que desea ser aceptada buscando aprobación de sus iguales, resumiendo en últimas el verdadero conflicto de la adolescencia, es decir, la ausencia de un lugar en el mundo. No es azar que el relato se desarrolle entre varias evasiones. Cuando Caulfield tropieza por fin con su hermana pequeña ocurre una potente danza entre ambas individualidades. Cada uno es un fragmento de la existencia humana; él, la deriva vacilante, el hastío, el desdén, el vacío; ella, la curiosidad y el asombro, la bondad y la ternura.

Uno juzgaría superficial tanto al personaje como a sus aventurillas de escolar desaplicado, entre pésimas notas, peleas y frustrados lances sexuales, tontas discusiones sobre el aspecto físico de los compañeros y mil idioteces similares. Pero si suponemos que al escritor no lo hacen los temas sino la forma de contarlos, Salinger muestra madera cuando puede vaciar aquellos dilemas insípidos sobre las páginas con transparencia absoluta, sin contaminarse de la pesadez erudita que sobra en nuestros contemporáneos. La voz de Holden Caulfield es genuina, tremendamente genuina. Es un muchacho normal y no una impostura, por eso convence.

Hay más, claro.

Hay el convencimiento que El guardián entre el centeno, ficción de rostro superficial sin mensajes filosóficos ni implicaciones políticas, concentra buena parte del espíritu del siglo XX, de sus desastres y sus renuncias, de su banalidad y su deriva. Hay la certeza que Holden anticipaba el derrumbamiento que se venía con los locos años sesenta. Hay la sospecha que todo está empapado por el fondo inmaduro de la sociedad norteamericana, malcriada, caprichosa, atascada entre la estupidez y la irresponsabilidad histórica, cuando Holden Caulfield bromea, con tono desfachatado de niño excéntrico:

“como les decía, me alegro muchísimo de que hayan inventado la bomba atómica. Si hay otra guerra me sentaré justo encima de ella. Me presentaré voluntario, lo juro.”

Hay, al fin, la sensación de zozobrar en una época demasiado vieja que no quiere superar su pubertad.

El guardián entre el centeno, Alianza Editorial, Madrid, 2002.

Camilo Alzate – @camilagroso.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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