Que viva la música. Foto tomada de revistaacine.com.
Cuando uno llega tarde a todo, cuando uno es lo más parecido a un animal de monte, torpe, asustadizo, inepto para hacer el mal, por mejor que le quede. Filántropo, a su pesar. Cuando uno es un viejo enniñecido y no un niño envejecido y se solaza tanto con Cervantes, Woolf, Joyce, Proust, como con Basho, Porchia o uno solo de los versos de Szymborska, no puede querer a Andrés Caicedo. Pocas cosas puede decirle un escritor suicida de los años 70 a un lector que traspasó las montañas cafeteras, arreando tortugas ciegas en un pueblo con tres calles principales y cuatro semáforos, para llegar a una ciudad como Bogotá y que aún así ame la vida. La ame, sí, con su ritmo de punk y no de salsa.
Así que confieso haber visto la película de Carlos Moreno inspirada en Que viva la música del escritor caleño, por la misma razón por la que leí la novela: por una insidiosa y paranoica desconfianza. Por lo mismo que leo y veo todo cuya manera desbordante de vender, o de ser atractivo para la mayoría, me aterra. Para llenarme de contrargumentos o de resentimiento. Y admito que muchos momentos del filme me parecieron bellos: las postales de Cali, esa planicie dolorosa entre los cerros “que no le abre las puertas a los desesperados”, el homenaje al núcleo de la novela, el baile y su relación con la idiosincrasia de los altos y bajos estratos de la ciudad, en la época, aunque hayan faltado muchos artistas vitales en el libro quizá por derechos de autor y se hayan incluido otros tal vez por la misma razón que los realizadores sostengan que se trata de una inspiración en la novela y no de su adaptación. El erotismo, la psicodelia, los vinilos, la nocturnidad, antes de que se repitan hasta el cansancio, hasta su detrimento, antes de que la pérdida del ritmo y la ausencia del relato se interpusieran y lo volvieran todo aburrido, desesperante.
Esto no es lo peor de la película, sin embargo. Lo peor es que la hayan realizado como si esperaran vender por el nombre del escritor y que terminen convirtiéndola en un homenaje más. Lo peor son los lugares comunes revisitados por la inverosimilitud. Efectos como copiados de otra película y pegados en esta de súbito, sin justificación. La apología de un nativismo criminal que resulta tedioso en cualquier contexto, la apuesta por sacralizar a los escritores suicidas en un país con una larga tradición en la renuncia, como si no existieran poetas como María Mercedes Carranza o Carlos Héctor Trejos donde el suicidio es una decisión política o estética y no el producto de una desazón existencial y bobalicona.
Hay libros que no dejaremos de leer jamás. Hay autores que son la cifra de su literatura. Hay películas que como esos libros y esos autores cada vez tendrán algo nuevo que decirnos. Que viva la música no es uno de esos libros, Andrés Caicedo no es uno de esos autores y este filme lo ha dicho todo de una sola vez en su poquedad. Como decía, cuando uno llega tarde a todo, cuando uno es lo más parecido a un animal de monte, es normal que no entienda una película así, redundante, inacabada, como la novela que la inspira.
@amguiral en Twitter.
Qué pena tener que decirlo, pero el artículo de Montoya es mucho más malo que la película a la que pretende despachar. Y, pobrecito, no entendió a Caicedo y, sin embargo, se llena la boca citando a diversos autores por una grandeza que otros ya han reconocido…
Sí señor, el texto es peor que la película, no hay comparación, pues no es un artículo sino una mera opinión, sesgada por la apatía no a Caicedo sino a los caicedianos. En el texto dije que no entendí al autor, que no me ha dicho nada, y prefiero a otros por una grandeza ya reconocida, lo leyó usted muy bien. Gracias por dialogar.
…pobrecito Caicedo, un autor que sólo es para entendidos y fanáticos, y no para nosotros los peatones, los vulgares lectores de a pié.
Llevo toda mi vida persiguiendo animales salvajes y estos, sabios como una piedra perdida en la ciudad (o como una tortuga ciega que se deja llevar por un arriero, quizá), me han sido esquivos. Los persigo porque de ellos es el reino de los cielos y son lo más parecido a un niño. Los persigo también para tener qué leer cuando no tengo poesía a la mano. Los persigo en silencio con mis ojos cansados hasta que me dejan ser su amigo. Los persigo para saber que puedo confiar ciegamente en ellos y creer que lo que dicen lo hubiera podido decir yo.
Y porque no tienen miedo de romper el mundo que tan poco trabajo le cuesta construir a la montaña de ansiedad que son los que no saben lo que son.
Una cosa es el libro y otra la película. Por lo general las adaptaciones al cine de Íconos literarios son un fracaso, sobre todo si están hechas por directores con poca experiencia; aunque hay algunas obras maestras del cine cuyo guión es la adaptación de una buena historia. No he visto la película y no tengo ganas tampoco. En relación al libro, me parece que la discusión pasa por otro lado. Uno como sujeto puede sentirse identificado o no con un libro, puede gustarle o no, y eso no quiere decir necesariamente que no lo haya entendido. Me parece un poco soberbia esa idea de pensar que si a uno no le gusta lo que a todos les gusta, entonces uno no entendió de qué se trataba la cosa.Yo le diría al señor director de Literariedad que le de en algún momento de su vida, una nueva oportunidad al libro. Pues considero, tal como lo plantea la hermenéutica, que la interpretación que hacemos de una obra está marcada por nuestras vivencias y experiencias de ese momento.Por eso uno puede leer un libro tres veces y encontrar cosas diferentes; el libro es el mismo evidentemente el que cambia es el sujeto que interpreta. Mas difícil es darle una nueva oportunidad a una mala película.
Mi pregunta es: el libro es igual a la película? … Es decir todo lo que vea en la película lo puedo encontrar en el libro y viceversa? O hay muchas partes de la película distintas al libro?