Imagen: Tuncay
Pocas verdades hay tan absolutas como que siempre alguien nos mira. Tal sentencia ha sido dicha y refutada cuantas veces hemos respirado y lo seguirá siendo hasta que dejemos de hacerlo. En todas las épocas alguien que caminaba en medio de la noche o a través del bosque, o simplemente por una acera atestada de zombis que no saben de dónde vienen porque saben para dónde van, tuvo la impresión de ser observado por alguien que no hacía nada más que eso; alguien con sus ojos puestos en nuestra vida sin la menor intención de distraerse. Aunque abrumador, la mayoría siempre siguió su camino sin comprobarlo, sin hacerse preguntas, pero algunos, los más osados quizá, los temerarios, se detuvieron y volvieron la mirada con precisión hacia donde se encontraba aquel observador. Sobra decir que siempre lo encontraron pero que no se detuvieron a pensarlo tanto.
Estoy en frente de la nada, en mi sitio preferido, sin pensar, sin no sentir. Quiero estar solo allí, lo necesito, acaba de pasarme algo para olvidar. Veo cómo las nubes empiezan a engullirse al sol y este, como mecanismo defensa, se torna anaranjado como el fuego para espantarlas. Deseo ser el sol en ese momento. Veo cómo las nubes, por fin, terminan con él en la panza y hacen que todo se oscurezca empezando por mí. Sé que alguien al otro lado del horizonte, como yo, observa la lucha entre las tinieblas y la luz, entre el día y la noche. Sé que alguien, al otro lado del mundo, me observa cuando, en medio de la noche, dejo salir el sol por mis ojos para iluminar mi regreso a casa.
Siempre alguien nos mira. Sin importar dónde esté, ni dónde estemos, siempre alguien estará esperando ser salvado por la luz o por la oscuridad.