Foto de su archivo particular.
Por: Jonathan Espíritu Becerra *
Ayer mamá salió de nuevo a buscar a mi tío. La vi perderse en el camino solitario cuando comenzaba la tarde. Me quedé en la casa contemplando el sol que se ponía en las colinas del desierto.
Cuando mamá se va me gusta salir al patio y buscar insectos bajo la arena, de esos que son negros y caminan despacio como si nunca tuvieran prisa. También me gusta colgar sábanas en los tendederos y jugar a que soy un rey árabe en su palacio del desierto. Mamá regresa cuando ya es de noche y estoy terminando la tarea. Antes, cuando estaba papá, se ponía a preparar la cena y se cambiaba. Ahora sólo llega con su sombrero polvoriento, su pequeña pala y su cubeta. Se sienta cansada en el sillón y me pregunta si ya cené. Siempre le digo que sí aunque no sea cierto porque quiero dejarla descansar. Algunas veces se queda dormida. Entonces le quito las botas y el pañuelo, sacudo el sombrero viejo y me voy a dormir.
Al día siguiente me despierta temprano para ir a la escuela, tenemos que marchar cuando todavía no sale el sol porque vivimos muy lejos. En clase de geografía la maestra nos dijo que nuestro desierto es el lugar más seco del planeta, que no ha llovido en más de cuatrocientos años. Todos voltean a verme. Me miran con curiosidad, como si fuera un ermitaño. Soy el que vive más cerca del desierto y para ellos eso es algo exótico e intrigante, pobres niños.
Lo que más me gusta del desierto son las estrellas grandes que hay en él, como ampolletas llenas de luz. No necesito un telescopio para mirarlas. A veces mamá sale conmigo y se sienta a ver el cielo. Cuando estaba papá subíamos a una colina y poníamos una manta sobre la arena fría. Nos tumbábamos con la cara llena de sonrisas y pasábamos el tiempo inventando nombres de constelaciones. A mamá casi no le gusta salir a ver las estrellas porque se acuerda de eso y se pone triste.
Recuerdo una de las primeras veces que mamá y papá pelearon. Fue cuando ella comenzó a buscar a mi tío. Papá estaba enojado y alzó la voz por primera vez en mucho tiempo. Yo estaba acostado sin dormir, viendo la luz de las estrellas que entraba en mi cuarto.
—Nos mudamos a este lugar para satisfacer tu obsesión, ¿qué más quieres?
—Tengo que buscarlo, tengo que hacerlo. No sabes lo que se siente —dice mamá con la voz ronca.
—Carajo, Ofelia. ¿Por qué no puedes olvidarlo como todos? Los tiraron al mar, ni siquiera sabemos si están aquí.
—Yo sé que él está aquí, puedo sentirlo y lo voy a salir a buscar.
—No puedo seguir con esto. Estás loca, Ofelia, completamente loca.
Mis padres se hablaban poco después de eso. Papá llegaba del trabajo y servía la cena. Mamá llegaba después, encontraba la comida servida y a papá leyendo un periódico o un libro. Apenas se saludaban hasta que era la hora de dormir y yo los oía discutir en voz baja, escuchaba los llantos apagados que traspasaban las sábanas.
Un día papá ya no regresó del trabajo. Fue en ese tiempo cuando unos señores con traje negro y uñas largas iban a la casa a buscar a mamá. Querían que firmara unos papeles. Ella se ponía muy nerviosa cuando los veía y movía mucho las manos al hablar. Después de que por fin firmó, llegaron unos hombres de la mudanza y se llevaron la ropa de papá, sus libros y su escritorio oloroso a otoño que tanto me gustaba.
Entonces tenía que pasar con papá dos fines de semana al mes. Me gustaba su nueva casa, estaba en la ciudad y era más grande que la nuestra. Solíamos ir al cine o ver partidos de futbol. Sin embargo, cuando ya era domingo tenía ganas de regresar, como si el desierto me llamara, como si sus estrellas no brillaran si yo no estuviera ahí.
En una de esas visitas le pregunté a papá por qué mamá sale a buscar a mi tío, por qué está tan obsesionada con eso. Papá suspira y me cuenta toda la historia. Me cuenta cómo eran los tiempos antes de que yo naciera, cómo era mi tío, lo que le pasó. Yo me quedo mirando las fotos que tiene en su estudio: de cuando yo era bebé, de cuando estaba con mamá. Al regresar a casa, mamá está colgando la ropa y la veo dibujada por el sol claro del desierto. Ahora le veo diferente: pequeña, dulce, triste. Pobre mamá, buscando insectos en la arena.
Un día, cuando mamá salió a buscarlo, un coche se estacionó fuera de la casa. Era un coche negro y pequeño, de esos que usan los ancianos con sombrero. De él salieron dos hombres altos, algo mayores. Se acercaron rápido a la casa. Llevaban lentes oscuros que reflejaban la blancura de la arena. Yo estaba observándolos desde el patio de la casa, con las sábanas en los tendederos y mi turbante de toalla en la cabeza. Llegaron a la entrada y levantaron la mano cuando me vieron. Uno de ellos se acomodó algo que tenía bajo la camisa, como si le molestara pero no pudiera quitárselo, algo pesado y molesto.
—Buenos días, niño ¿está Ofelia Domínguez?
—Buenos días. No, no se encuentra. Salió hace poco ¿quién la busca?
—Unos amigos —me dice cortante— ¿Sale muy seguido?
—Casi a diario. ¿Quiere dejarle algún recado?
—Yo creo que la esperamos, ¿cómo ves, Eugenio, la esperamos?
El otro hombre, que no había hablado, mira el desierto y escupe en la arena mientras asiente con indiferencia.
—Nosotros la esperamos. Gracias, niño. Vete a jugar.
Algo en su voz es raro, como si estuviera cansado de buscar también en el desierto o como si le disgustara mucho tener que esperar. Regreso a los tendederos del patio. Ahora juego a que soy un centinela espiando a los enemigos desde mi atalaya.
Una hora después llega mamá. Viene cansada como siempre. Salgo a su encuentro mientras los dos hombres se dejan de apoyar en el coche y la saludan. Platican durante unos instantes. Cuando me acerco, escucho un poco de lo que le dicen.
—Debe tener cuidado, no puede seguir haciéndolo o nos veremos obligados a proceder…
Llego con mamá y la abrazo. Ella sale como de un trance y me peina con la mano. Siento su pulso tembloroso. Me dice muy despacio y con la voz fingiendo tranquilidad:
—Vete a jugar, hijo. Cuando deje de hablar con los señores te alcanzo.
Desde la ventana los observo platicar. Ellos están de espalda y yo veo los ojos de mamá perdidos en la nada. Imagino que las palabras le llegan extrañas y torpes a sus oídos. Los hombres se acercan más a ella y parecen decirle algo en secreto. El que se llama Eugenio se mueve de manera extraña, parece sacarse esa cosa que le molestaba y enseñársela a mamá. Ella da un respingo y abre mucho los ojos. Le dicen algo más y ella asiente apenas. Después se suben al coche y se van dejando una nube de polvo a su paso.
Mamá viene hacia la casa caminando despacio. Se sienta en la puerta de la entrada con la cabeza agachada. Yo salgo a verla y la encuentro derramando lágrimas sobre la arena seca. Me acerco y le pregunto mientras veo su pelo negro agitarse con la brisa leve de la tarde.
—Oye mamá, ¿y si de verdad los tiraron al mar?
Ella levanta la cara. Sus ojos no eran tristes, toda ella lo era, su mirada verde y vidriosa como el pozo del patio. Voltea a ver el horizonte y seca sus lágrimas.
—El desierto es un mar.
* Jonathan Espíritu Becerra (Puebla, México, 1993). Estudia la carrera de Lingüística y Literatura Hispánica en la UAP desde el 2012. Fue miembro del consejo editorial de la revista estudiantil Cuatro Patios, de la Facultad de Filosofía y Letras de la universidad. Ha publicado cuentos en diversos medios electrónicos.
Mar de agua o mar seco, siempre los tiran en un mar desierto y siempre hay alguien buscándolos.