La cámara miente, todo el tiempo. Miente a 24 cuadros por segundo. Brian de Palma.
Si un hombre se deja llevar por el crimen, pronto piensa en robar. Y lo siguiente a robar es beber y no guardar las fiestas. De ahí a llegar tarde y ser un maleducado no hay más que un paso.
Thomas De Quincey
Mediante la adaptación de una exitosa novela de Tom Wolfe, el impulsor y teórico del famoso movimiento conocido como “nuevo periodismo”, capaz, según él de desbancar a la novela como género literario, por su capacidad de reflejar los cambios y el estilo de vida actual; Brian De Palma ensanchó su dominio habitual –El fantasma del paraíso, Carrie, Furia, Pulsiones, Vestida para matar, Scarface, Doble de cuerpo, Los intocables y Pecados de guerra– para desnudar en el sentido absoluto del término, a la sociedad estadounidense a través del microcosmos caricaturesco que representa y simboliza el universo de Nueva York, La hoguera de las vanidades se presenta como una fábula dirigida a aquellos que pierden su alma con el fin de ganar el mundo.
La novela de Tom Wolfe era un soporte de prestigio y un reclamo publicitario, situaba las expectativas generadas por el filme en unas coordenadas muy concretas. El retrato trazado por el escritor poseía aspiraciones de globalidad, de caleidoscopio satírico sobre el entorno de una ciudad, y de unas determinadas capas sociales, contempladas desde un prisma que le permitía por igual, la pincelada descriptiva y la crítica de una moral social sin recurrir al subrayado moralista. El reto consistía en la necesidad de condensar la extensa y prolija estructura del libro, en encontrar equivalencias visuales y dramáticas no ilustrativas ni reduccionistas, en generar la suficiente autonomía como para que la película resultante no acabara siendo una simple condensación de la novela original.

La trayectoria de Sherman McCoy (Tom Hanks), un ejecutivo ‘yuppie’, agresivo corredor de bolsa y honorable padre de familia, envuelto en una complicada y absurda madeja de equívocos que le impulsa por un tobogán incontrolable es la médula de la historia narrada por De Palma. A su alrededor giran los demás personajes: su esposa Judy (Kim Cattrall), su amante María (Melanie Griffith), el periodista Peter Fallow (Bruce Willis), el reverendo Bacon (John Hanciock), el juez White (Morgan Freeman) y el fiscal de distrito (Abe Weiss). A partir del incidente en el que McCoy y su amante atropellan con el carro a un joven negro, varios intereses de signo diverso se ciernen sobre el protagonista para poner en cuestión la prepotencia de la que alardea cuando se ve a sí misma como “el amor del universo”. La contrafigura de este brillante triunfador es un periodista alcoholizado que empieza a investigar los problemas de McCoy a través de su vidriosa relación con un reverendo de raza negra empeñado en sacar partido propagandístico a la causa que se sigue contra el arrogante “blanco”, anglosajón y protestante. A su vez, este proceso es alentado por un fiscal de distrito con aspiraciones a la alcaldía de la ciudad y que persigue el voto de las minorías para alcanzar su propósito. El relato está contado desde la perspectiva de Peter Fallow, finalmente convertido en exitoso escritor de un best-seller que utiliza como carnada la historia de McCoy. La presentación de Fallow a los espectadores de la película, que da pie al gran flashback abierto a continuación, ya sienta la tonalidad y el registro en los que se van a mover todas las imágenes: una mirada desmesurada y pretendidamente humorística, que busca en la acentuación casi paroxística de los rasgos que definen a los personajes y de las situaciones el retrato de la megalomanía, de la codicia y de las ambiciones personales.

Todo en la película está contemplado desde un prisma distorsionador, tratando de rehuir la solemnidad de lo discursivo –mediante el recurso deliberado a lo grotesco-. Es una opción que nace del convencimiento de Brian De Palma acerca de los materiales que le ofrecía la novela de Wolfe, cuya vena satírica de fina ironía se convierte aquí en los trazos gruesos de una caricatura colectiva que escapa al control del realizador. El aparatoso andamiaje pirotécnico-visual al que nos tiene acostumbrados el director, opera en La hoguera de las vanidades al servicio del exceso: desde la espectacular aparición del escritor, en ese largo travelling que le acompaña mientras se cambia de ropa, hasta la manera enfática con que De Palma filma todas las secuencias. La estética ampulosa y apariencia de la película, que se pretende “hiperrealista”, envuelve a unos personajes que pronto desvelan su condición de marionetas. Parece como si a De Palma sólo le interesaran de éstos los rasgos más externos, los comportamientos más excéntricos y descompensados, lo que, lo que conduce a un recital de esnobismos y gesticulaciones permanentes, a un encadenado de secuencias donde importa más su extravagancia que su esencia, donde el director se preocupa más por la estética de los comportamientos que por el sentido dramático. Además, pronto se descubre que ésta es una película con mensaje como el que ofrece el juez en su discurso final. Brian De Palma no resiste la tentación de ‘adjetivar’ todo lo que su cámara registra, imponiendo por encima de cada secuencia un molesto rumor moralista y acusador cuya abierta formulación, a medio camino entre la comedia, la sátira, el apólogo moral y el melodrama, lo hace incapaz de alcanzar su propia coherencia.

En cuanto a su pretendida condición de espejo deformante que debiera reflejar la miseria y la falsedad de unas capas sociales instaladas en el lujo de las hipocresías y en lo confortable de las falsas apariencias, en la opulencia del dinero y en la arrogancia del poder, la película no hace sino acumular un ‘cliché’ encima de otro. El desfile de los lugares comunes, de tópicos ya suficientemente publicitados por todos los medios de comunicación, de referencias agradecidas y de fácil identificación por parte de los espectadores, es permanente: el arribismo oportunista de cierto tipo de periodismo, la fobia clasista del blanco, anglosajón y protestante hacia las minorías marginales, la lucha implacable por el éxito individual a cualquier precio. La filmografía de Brian De Palma, que se ha movido, siempre entre el mimetismo ecléctico, la mirada cómplice y su reconocimiento en la fuerza visual, ha dado un nuevo paso hacia la polémica al plantearse la adaptación de La hoguera de las vanidades. Recibida con hostilidad por la crítica estadounidense –la peor película de 1990– y situada en un extraño terreno de nadie, su película puede considerarse un experimento tan arriesgado como fallido.