
Sobre la suerte se ha dicho todo menos lo que no. Así como suena, y como no, porque los científicos han investigado a lo largo de la historia y los poetas inventado desde siempre y hasta nunca. La suerte cuenta con esa extraña propiedad que tienen el agua y los poemas: un día está contenida en nuestras manos y al día siguiente flotando en nuestros pulmones; un día la vemos caer a cántaros sobre una ciudad triste y al día siguiente sale de nosotros en forma de mar.
Me sucede que siempre invoco a la suerte cuando voy a asomarme al espejo o a cualquier otro abismo y repito mentalmente las palabras mágicas que aprendí de niño y que las demás personas usan para llamarme y el sistema para no repetirme y mantenerme igual a los demás. Respiro profundamente y me confieso a mí mismo lo único que puedo perdonarme. Hago toda clase rituales cuando me enfrento a algo nuevo y los repito para olvidar lo viejo, esto incluye al laberinto del amor, al nudo del dinero y a la montaña rusa de la salud. En el primero porque sé que en algún lugar estaré yo mismo esperándome con afán de matarme cuanto antes, en el segundo porque sé que algo mío será mutilado por la presión de la soga y en el tercero porque sé que no saldré ileso de ningún encuentro. Así, ritual tras ritual, he sobrevivido a mí mismo y a la suerte para poder encontrarme conmigo mismo y con la suerte.
Por cierto, y aunque no tenga nada que ver con este texto, hay algo que me parece increíble: la gente que no le atribuye a la suerte todo lo que lee por ser alguien sin nombre que trabaja gratis para nosotros, los desafortunados que leemos.