
Por: Camilo Alzate
No nos equivoquemos, la apuesta más ambiciosa de Evelio Rosero es su novela dedicada a desentrañar el mito del libertador. La carroza de Bolívar es una narración bien cuidada y con espíritu abarcador. No ahorra páginas al enfrentar temas tan diversos como la historia del sur andino colombiano o los conflictos políticos que se gestaban durante los años 60, para saltar a una fracturada relación familiar de sus personajes, merodeando luego por la idiosincrasia enigmática de los habitantes de San Juan de Pasto, a la vez alegres pero reservados, carnavalescos pero nostálgicos, miembros de una sociedad al tiempo hipócrita y desenfadada.
Rosero arremete contra la leyenda bolivariana, demasiado endeble para andarse impune doscientos años. Con discusiones eruditas sus personajes introducen un inventario de detalles olvidados, datos perdidos, evidencias históricas, resultado de una profunda investigación basada en certezas, no en delirios patrioteros. Corrobora lo que han señalado intelectuales tan distantes como Marx, Sañudo o Salvador de Madariaga: Bolívar fue un matarife sanguinario, asesino excepcional y desquiciado engrandecido por la leyenda de la independencia pero minúsculo según su vida real cubierta de traiciones, violaciones de jovencitas, genocidios, conspiraciones oportunistas, amén de una egolatría destructiva y detestable. La inmensa vanidad del líder hizo estilo en las jóvenes repúblicas hasta nuestros días. Caudillismo, le dicen. Esas evidencias en manos del doctor Justo Pastor Proceso se transforman en una metáfora elocuente: la elaboración de una carroza para el famoso desfile del 6 enero en Pasto, con el monigote de Simón Bolívar escoltado por niñas vírgenes violadas, carroza adornada de bajorrelieves escenificando sus episodios más vergonzosos. El fusilamiento del negro Piar. La traición a Miranda. Las estrepitosas derrotas al sur del río Juanambú a manos de indios insumisos y mal armados. Las vergonzosas huídas del tirano cobarde abandonando a sus tropas, por las que Marx le bautizó “el Napoleón de las retiradas”.
La imagen más sugerente, prometida desde las primeras páginas, sería esa carroza montada por un héroe ridículo y criminal entrando triunfal a los carnavales de una ciudad que lo recuerda como su verdugo sin aceptarlo en voz alta. Una entrada para repetir hechos en farsa, siendo comedia de la otra llegada de Bolívar a tierras nariñenses cometiendo las peores matanzas que hubo en la independencia, con sevicia especial hacia mujeres, niños y ancianos inocentes. Rosero homenajea la memoria de los pastusos: primeras víctimas de una república tejida en sucesivas violencias.
Esa enumeración histórica es un acierto y un desacierto a la vez. El relato adquiere el tono de obra de teatro renacentista, donde los personajes alternan la conversación con el único propósito de deslizar datos, referencias históricas, discusiones eruditas. Así, voces bien construidas pierden credibilidad, acaban siendo un mero instrumento de la argumentación histórica para destruir el mito.
El lector espera, una página y otra también, ver desfilar esa carroza de la discordia cuyo rumor basta para desatar una catarata de odios y persecuciones, que siguiendo el curso de otra novela de Rosero derivan a una situación tensa de brutalidad y existencialismo. Otro tropiezo del autor. Sentir que se repite con su pareja de esposos en crisis, con su médico solitario y viejo que acaba derrotado por los acontecimientos, perdiendo el control de la vida en días turbios bajo el sopor del carnaval que cierne la amenaza de la violencia. Queda así un mal sabor cuando aquellos protagonistas podrían ser a ratos los mismos de Los Ejércitos.
El resto del relato se toma con la borrachera desbocada del médico Justo Pastor Proceso, en busca de no se sabe bien qué, deambulando por Pasto sin percatarse que un grupo de estudiantes radicales lo busca con la intención de pegarle un tiro, por reaccionario, por ofender la memoria del libertador. Excelente paradoja bolivariana: es figura intocable de liberales o conservadores, de militares o guerrilleros, de la ultraderecha o la izquierda radical. Todos idolatran su figura. Un monigote vaciado de contenido.
Al final no es Rosero contra Bolívar. Es Bolívar, el libertador de las cinco naciones, el mito fundacional latinoamericano, la leyenda que se hizo a pesar de sí misma, en contra de sí misma, la que arremete contra Rosero impidiendo que esta obra sea valorada y difundida como merece. Quizá a la novela, que ya ganó reconocimientos internacionales, le pasa lo mismo que a la carroza: espera escondida para desfilar en el carnaval.
Sería una lástima que este libro no consiguiera abrir la discusión que propone, opacado por la inercia del relato oficial sobre los hechos de la independencia. El debate más amplio se resume en una frase cogida al vuelo del texto: “No hay Dios en la historia de Colombia, ni justicia, y muchas veces son los más nocivos y parásitos quienes se salen con la suya” (pág. 225). Una sentencia sintetizando nuestra formidable capacidad de crear fabulaciones y versiones históricas idílicas, sacralizando personajes que fueron nefastos dentro de su contexto. Pienso, por pensar, en algún Presidente mafioso elevado a la categoría de prócer y salvador de la nación, antes de escribir la conclusión dura pero muy cierta, por lo mismo difícil de sostener: “que Bolívar es una gran mentira, nada más” (pág. 149).