
Por: Fernando Corona
Uno de los aspectos que se deja de lado con frecuencia al considerar las potencias del lenguaje poético es su influjo terapéutico y su alcance alquímico. Y no es éste un poder expresado solamente en términos alegóricos. Ya en la antigüedad griega había quedado claro en la poesía del príncipe de los poetas líricos, el tebano Píndaro, así como en los preceptos atribuidos a Pitágoras por su comunidad discipular y en el recuento de su vida escrita por el neoplatónico Porfirio, alumno de Plotino. La poesía cura por principio de naturaleza y esta cualidad era también pan del día a día en el mundo ancestral, en el que lo denominado hoy poesía era justamente el lenguaje como expresión, como mecanismo y como vínculo: en él estaba concentrada la posibilidad de dar cuenta del afuera y el adentro, de propiciar influjos ahí mismo y de lograr establecer lazos en la naturaleza externa e interna.
Cuenta Píndaro en su oda “Pítica III” que Asclepio aprendió del centauro magnesio Quirón cómo curar las dolorosas enfermedades de los hombres mediante diferentes habilidades:
A cuantos iban, en efecto,
víctimas de llagas nacidas espontáneamente,
o tras ser heridos en un miembro por el cano bronce,
o por una piedra lanzada desde lejos,
o tras ser asolados en el cuerpo por el fuego estival
o por el invierno, librando a cada uno de sus diversos males,
los hacía recobrarse,
a unos envolviéndolos con dulces encantamientos,
a otros dándoles de beber cosas benévolas
o aplicando a los miembros remedios de toda procedencia;
y a otros los puso derechos, en pie, mediante cirugías.
Así, pues, una de las modalidades de curación descritas por Píndaro en ese aprendizaje del médico de médicos, Asclepio, por parte del curandero más sagrado, Quirón, es el dulce encantamiento, el ensalmo, el canto en sí mismo. Y esto no es ajeno a lo que referirá Porfirio respecto de Pitágoras y su escuela iniciática, en donde, entre otros saberes, se enseñaba el de curar ciertos padecimientos o dolencias con algún tipo de canto en cuestión: qué curar con una epopeya, qué con una elegía, qué con un himno…
Y más relevante es aquella cuestión de Píndaro cuanto que toca una de las fibras que el libro de Gabriela Pais palpa y rasguña: el de la consolación ante el ausente. En efecto, ya en el poeta de Tebas del siglo v antes de nuestra era se deja sentir ese género tan necesario por depurador como emotivo por conmovedor: el de la consolatio. Píndaro había enviado esa “Pítica III” al amigo Hierón, tirano de Siracusa, quien habría de morir pronto por piedras en el riñón y a quien intenta consolar el poeta haciéndole notar los límites como mortal y las aspiraciones en la inmortalidad de la memoria entre los hombres.
Estamos, pues, asistiendo gracias al libro de Gabriela Pais, de nuevo a un viejo tema, que nos sigue sin fin porque, como dice el chileno Pedro Lastra en el poema “Plinio revisitado”:
Yo también, Cayo Plinio, me admiro como Ud.
cada día
de las grandes
y pequeñas costumbres de la naturaleza.
Tal vez si Ud. volviera,
Cayo Plinio,
vería nuevas cosas
y una sola costumbre,
porque la muerte sigue igual.
Viejo tema, decía, porque somos mortales, pero con aspiraciones y suspiraciones –si se me permitiera el término–, acaso veladas, de por lo menos olvidar de cuando en cuando que morimos y que, sobre todo, los allegados se nos mueren, se nos van, y a menudo en la lenta procesión de un dolor físico.
A un canto de esa índole asistimos gracias a Gabriela Pais y a Daniel Muxica, a quien no deja de arrojar la poeta de inicio el epitafio más largo y más certero como la flecha que traza en el aire el pulso de un trayecto que será breve, pero parecerá fijo e inmanente. «Mi amor, mi luz por toda la eternidad», anuncia Gabriela y en ese acto de palabra se encierra el poder y el influjo del canto rodado que al girar se queda porque deja huella y hasta golpe.
El libro está editado, sí, pero no deja de precisar la poeta en los agradecimientos que no sólo en la etimología del concepto latino de editare está inscrita la noción de dar a luz. No sólo es eso. Gabriela asegura que el libro fue «parido varias veces como el dios del Popol Vuh» para el ser a quien no quiere dejar en la sombra o en el más allá o simplemente en el recuerdo sin el homenaje «a su memoria y a su luz».
Pero la dedicatoria va más lejos y suelta una fila, una hilera de nombres que componen el cuerpo justo de lo que es ella y quienes ahí han estado, acompañándola, constando, siendo. Y luego el libro se suelta con otra advertencia oportuna, la de Rainer María Rilke, el eco de las estancias lúgubres, de las elegía sombrías, de los sonetos órficos y de los tonos tristemente angelicales. Es, acaso, el guía de Gabriela para entrar a la “Ciudad del Dolor”, donde, ya encaminados, andaremos por tres actos o estancias: en un “Cuerpo de dolor”, en “La guerra de los elementos” y en “El lenguaje de las semillas”.
En la primera estancia hay descripciones de lo que cala y martiriza. El “Reino de tijeras” hace notar cómo «nunca se llega a tiempo», cómo trombos e impactos acaban llevándose todo y entonces este mundo se revela como ese reino con una lógica de tijeretazos, como las propias leyes que nos rigen. Así también las palabras, los olores, el «ay áurico». Es un reino de piedras, shocks, jeringas, salvoconductos donde ella, la poeta, se sabe y se revela como «hembra hebra» en la tormenta, donde también «es orden sagrado el silencio» y un grito mudo es «el desgarro del universo».
Ahí, en ese sitio, como zona del inframundo y sus hidrografías míticas, encuentra Gabriela las “aguas abajo” que carecen de alivio y aliento. Es ella misma, se reconoce: el «reptil inmóvil», su «cuerpo de dolor». Más doloroso aun, inscribe el oráculo que reza: «el nombre de esta enfermedad es mi nombre» y un eterno rebote va de pared a pared recordándoselo. Y entonces no queda más que alzar la cara y dirigir la pregunta al ser que fue compañero y ahora es viajero. «¿Dónde encontrarte?» porque hoy «soy caverna» y no hay «ninguna palabra para habitarme».
Se complementa esta pregunta con la de los “papeles”: «¿qué hay de este viaje a los días de la gran memoria?». Porque la humana que escribe desgarrada pierde sus papeles en semejante oscuridad y es tanto gotero como casa, tanto cuerpo como embrión: un cuerpo de dolor entre ruinas sin calma, en un péndulo asfixiante, en la muerte que implica «el poder de lo que nace entre ruinas». Pues ese inframundo es un lugar donde falta hasta el abrazo de la madre y donde se ruega a la deidad que pueda quedar al menos «alguna lámpara encendida».
Es Gabriela una hebra, así se reconoce y así nos hace reencontrarnos como seres que vivimos, que estamos predestinados a vivir iguales miedos e iguales inframundos, ya que «la mirada es interior en el tiempo de las muertes y las resurrecciones».
En la segunda estancia vemos un mendicante cuyas «palabras explotan como bengalas en la noche», pues no hay un norte ni una voz –la carencia–, entendida como «eterna mendiga de las arcas». Vamos ahí a un lugar en donde la guerra alquímica de los elementos –pues recuérdese que dije al inicio de mi texto que en la poesía de este libro había un influjo terapéutico y su alcance alquímico– «sólo se aprende por la herida».
Y no se dejan de señalar las herramientas quirúrgicas del dolor: los alfileres del aire. Y sí, claro, «todo es tan primitivo aquí», hay abismos antes y después del lenguaje, líneas que se habrán de cruzar, puertas ya abiertas y «la rueca oxidada de la gran hilandera» que no se detiene en su giro. También, sí, hay tintas negras, una tierra de tintas negras donde Gabriela camina a tientas más desnuda que cuando se desnuda «a la orden de los cancerberos». Su casa se está derrumbando, como el cuerpo, pues es mucho el peso de sus pobres huesos.
A donde va es a la caída libre, perdida en su pérdida, en un dolor que es un eco y donde, lúcida, escupe el nombre de Dios porque requiere «succionar el nombre arrebatado». Caída inmensa, su pulso débil sugiere la derrota: «la muerte se huele igual que el miedo en el hocico de los perros». Y llegamos entonces a una marea de fuego, una fuerza elemental donde no, tampoco hay palabras. Sus pies tienen alas y es «ceremonia larga el espectáculo del náufrago». Es ella entonces un corredor estrecho, un desorden de elementos que habrá de reencontrarse porque «es lengua secreta la alquimia, idioma del tiempo de las lámparas o las semillas». Y entonces la “hembrita de las desgracias” va reencontrándose en un ritual de iniciación, es ella una «pequeña fuerza natural», don de la danza y la limpieza: «sanación en todo aquello que nace entre sus ruinas». Es su propio fénix. Es la “muñeca de la cornisa” ante la que sobreviene la mañana y los ojos se resignan ante la promesa de los elementos que se reorganizan «superando “la dificultad inicial”» y señalando la dirección correcta de las velas del barco y de las cáscaras.
Llegamos así al “lenguaje de las semillas”, la tercera estancia que surgió ante la autosanación y que no podía tener otra alegoría que la del renacer de la tierra, del subsuelo, de la putrefacción con la regla alquímica de la nigredo, pues de la corrupción de la materia no puede prometerse sino el renacer hacia la luz. Entonces arribamos a un “territorio de brevas”, lo nombrado de nuevo por primera vez, donde las palabras se reencuentran y avanzan desnudas ante los ojos «como si nadie las hubiese visto jamás». Gabriela está desnuda de idioma y «el embrión impone su lenguaje».
Esta tercera estancia es un centro: «éste es el lugar para preservarnos las desamparadas hembras hebras como yo», pues viudez es una palabra vieja y oscura como para «no asumirla sin delirio». Y, como las semillas, el nuevo ser adquiere la “cualidad de raíces”, el lugar del silencio para que algo germine bajo el riego de las lluvias, de los humores y de las lágrimas. Es un remanso, pero duele, arde y quema, porque «el nacer es una escala del vuelo o calidad de madera según la naturaleza de los troncos».
Es también este sitio “el reposo de las simientes”, donde se repararán goteras y grietas, porque por ahora hay que descansar. Las semillas deben reposar porque serán el idioma de los frutos: «el tiempo del buen amor en lengua humana». Es el lugar de los escombros y los gérmenes, pues «adentro hay un adentro» y «los escombros de las ruinas serán, por siempre, principio creativo en tierra de agricultores y albañiles». Sí, algo surge y hay un riego sagrado bajo la sabiduría del gran sastre: hay que «hundirnos hasta sanarnos y recién entonces abrir alas y volar para alimentarnos íntegros una vez más».
Como emblema final está el bambú, con sus siete días y sus siete ciclos de vara madura, pues sigue Gabriela siendo «hebra hembra al final de las ruinas». Nos lleva así de la mano por su inframundo, por su ruta interna de reencuentro de nombre y de ser. Es una consolatio esta ruina al tiempo que un pasaje alquímico donde habremos de estar todos un día, ya como el ser que se ha ido, ya como el que se queda con su grito y su lágrima atorada.
Fernando Corona.
Un comentario sobre “La poesía es el gran vehículo y el acto terapéutico. «Las ruinas: poemas de la hembra-hebra», de Gabriela Pais”